5º Y 6º PLAN LECTOR Y ACTIVIDADES

 

Texto número 12: Roald Dahl, “Las brujas” (año de publicación 1983)

Como reconocer a una bruja (fragmento)

La noche siguiente, después de bañarme, mi abuela me llevó otra vez al cuarto de estar para contarme otra historia.

-Esta noche- me dijo- voy a contarte cómo reconocer a una bruja cuando la veas.

-¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla?- pregunté.

-No- dijo-, no se puede.  Ese es el problema.  Pero puedes acertar muchas veces.

Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda, y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.

-En primer lugar- dijo-, una BRUJA DE VERDAD siempre llevará guantes cuando la veas.

-¿Seguro? ¿También en verano, cuando hace calor?

-Hasta en verano- contestó-. No tienen más remedio. ¿Quieres saber por qué?

-¿Por qué?

-Porque no tienen uñas.  En vez de uñas, tienen unas garras finas y curvas, como las de los gatos y llevan los guantes para ocultarlas.

 

Lo que pasa es que también muchas señoras respetables llevan guantes, sobre todo en invierno; así que eso no nos sirve de mucho.

-Mamá llevaba guantes.

-En casa, no- dijo la abuela-. Las brujas llevan guantes hasta en casa. Sólo se los quitan para acostarse.

-¿Cómo sabes todo eso, abuelita?

-No me interrumpas- dijo-. Entérate bien de todo.  La segunda cosa que debes recordar es que las BRUJAS DE VERDAD son siempre calvas.

-¿Calvas?- pregunté, asombrado.

-Calvas como un huevo duro- dijo la abuela.

Yo me quedé horrorizado. Había algo indecente en una mujer calva.

-¿Por qué son calvas, abuela?

-No me preguntes por qué- contestó ella, cortante-. Pero puedes creerme, en la cabeza de una bruja no crece ni un solo pelo.

-¡Qué horror!

-Asqueroso- dijo mi abuela.

-Si son calvas, será fácil distinguirlas.

-Nada de eso- dijo ella-. Una BRUJA DE VERDAD lleva siempre peluca para ocultar su calvicie. Lleva una peluca de primera calidad.

Y resulta casi imposible diferenciar una buena peluca del pelo natural, a menos que le des un tirón para ver si te quedas con ella en la mano.

-Entonces, eso es lo que tengo que hacer- aseguré.

-No seas tonto- dijo mi abuela-. No puedes ir por ahí tirándole del pelo a cada señora que encuentres, ni siquiera si lleva guantes. Tú inténtalo, y ya verás lo que te sucede.

-Así que eso tampoco ayuda mucho- dije.

-Ninguna de estas cosas sirve para nada por sí sola- dijo ella-. Sólo cuando se producen todas juntas empiezan a tener algo de sentido. Sin embargo- continuó-, estas pelucas les causan un problema bastante serio a las brujas.

-¿Qué problema, abuela?

-Hacen que el cuero cabelludo les pique terriblemente- contestó-. Verás, cuando una actriz lleva una peluca, o si tú o yo llevásemos una, nos la pondríamos sobre nuestro propio pelo; pero una bruja se la tiene que poner directamente sobre la cabeza pelada… Y la parte interior de una peluca es siempre muy áspera y rugosa. Les produce un picor espantoso y una irritación muy desagradable en la piel de la cabeza. Las brujas lo llaman “erupción de la peluca”, y pica rabiosamente.

-¿En qué otras cosas debo fijarme para reconocer a una bruja?- pregunté

-Fíjate e los agujeros de la nariz- dijo mi abuela…….

 

 

 

 

 

Texto número 19: Miguel de Cervantes; Don Quijote de la Mancha (año de publicación  1605)

Retrato del hidalgo Don Quijote de la Mancha (fragmento)

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho tiempo un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Consumían las tres cuartas partes de su hacienda una olla de algo más vaca que carnero, salpicón la mayoría de las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos.

Se acercaba la edad de nuestro hidalgo a los cincuenta años.  Era de complexión recia, aunque seco de carnes, enjuto de rostro, madrugador y amigo de la caza.

Este hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), los empleaba en leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Se enfrascó tanto en la lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que perdió el juicio.

Rematado ya su juicio, le pareció conveniente y necesario, para aumentar su honra, hacerse caballero andante, e irse por el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras; deshaciendo y solucionando todo género de agravios.

 

Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que llenas de orín y moho, largos siglos hacía que estaban olvidadas en un rincón. Fue luego a ver su rocín, y aunque éste era solamente piel y huesos, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca de El Cid con él se igualaban.  4 días pasó imaginando qué nombre le pondría. AL fin lo llamó Rocinante.

Puesto el nombre, tan a su gusto a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. Estuvo pensando 8 días y al cabo se llamó don Quijote de la Mancha, con el que, a su parecer, indicaba muy bien su linaje y patria.

Limpias, pues, sus armas; puesto el nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, sólo le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores era como un árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

En un pueblo cercano había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él anduvo un tiempo enamorado, aunque como se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cuenta de ello. Se llamaba Aldonza Lorenzo. Trató de buscarle un nombre que no desdijese mucho del suyo y que sonara a princesa. Acabó por llamarla Dulcinea del Toboso, nombre, a su parecer, musical y significativo, como todos lo demás que a él y a sus cosas había puesto.

 

 

 

 

Texto número 21: John Steinbeck, “Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (año de publicación 1977, tras la muerte del autor)

Capítulo 3:  Las Bodas del Rey Arturo

 

Como los consejos de Merlín con frecuencia habían demostrado ser muy valiosos, el rey Arturo solía consultarlo tanto en asuntos de guerra y de gobierno cuanto en sus proyectos personales. Así fue como un día llamó a Merlín a su presencia y le dijo:

-Sabes que algunos de mis barones siguen obstinados en su rebeldía. Quizá convenga que yo tome esposa para asegurar la sucesión del trono.

-Es un razonamiento atinado -dijo Merlín.

-Pero no quiero elegir reina sin tu consejo.

-Gracias, mi señor -dijo Merlín-. No es prudente que alguien de tu rango no tenga esposa. ¿Hay alguna dama que te plazca más que las demás?

-Si -dijo Arturo-. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.  Es la doncella más bella y noble que he visto. ¿Y no me dijiste que una vez mi padre, el rey Uther, le dio una gran mesa redonda al rey Lodegrance?

-Es verdad -dijo Merlín-. Y por cierto que Ginebra es tan encantadora como tú dices, pero si no la amas profundamente puedo encontrar otra mujer cuya bondad y hermosura te satisfagan. Aunque si has puesto tu corazón en Ginebra, no te fijarás en ninguna que no sea ella.

-Estás en lo cierto -dijo el rey.

-Si te dijera que Ginebra es una elección infortunada, ¿cambiarías de parecer?

-No.

-Pues bien, ¿si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido y venerado…?

-No te creería.

-Claro que no -dijo Merlín con tristeza-. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno de ellos las leyes de la probabilidad son canceladas por el amor. Hasta yo, que sé con toda certeza que una muchachita tonta va a ser la causa de mi muerte, cuando la encuentre no vacilaré en seguirla. Por lo tanto, te casarás con Ginebra. No quieres mi consejo… sólo mi asentimiento.

Merlín añadió con un suspiro:-¡Muy bien, pon a mi disposición un séquito honorable y le requeriré formalmente al rey Lodegrance la mano de Ginebra!

Y Merlín, con un digno cortejo, marchó hacia Camylarde y solicitó al rey que su hija fuera la reina de Arturo.

-Que un rey tan noble, valiente y poderoso como Arturo desee a mi hija por esposa es la mejor nueva que tuve jamás -dijo Lodegrance-. Si él deseara una dote en tierras se la ofrecería, pero Arturo tiene demasiadas tierras. Le enviaré un presente que le placerá más que cualquier otra cosa: la Tabla Redonda que me dio Uther Pendragon. A ella pueden sentarse ciento cincuenta personas, y yo le mandaré cien caballeros para que lo sirvan. No puedo ofrecerle el total de ese número porque he perdido muchos hombres en las guerras.

Luego Lodegrance le trajo a Ginebra y también la Tabla Redonda, y un centenar de caballeros ricamente armados y ataviados, y el noble cortejo emprendió la marcha hacia Londres.

El rey Arturo no cabía en sí de la alegría.

-Esta hermosa dama -comentó- es más que bienvenida, pues la amé desde que la vi por primera vez. Y los cien caballeros y la Tabla Redonda me placen más que todas las riquezas.

Y Arturo desposó a Ginebra y la coronó con dignísima ceremonia, y hubo en su corte fiestas y regocijo.

Y después de la ceremonia Arturo se paró junto a la Tabla Redonda y le dijo a Merlín:

-Busca en todo el reino y encuentra cincuenta caballeros honorables, valerosos y perfectos para completar la hermandad de la Tabla Redonda.

Y Merlín registró todo el reino, pero sólo encontró veintiocho y los trajo a la corte. Luego el Arzobispo de Canterbury bendijo los asientos que circundaban la Tabla Redonda. Y Merlín les dijo a los caballeros:

-Id ante el rey Arturo y juradle sumisión y rendidle homenaje.

Cuando regresaron, cada uno de ellos descubrió su nombre inscrito en caracteres de oro sobre la mesa y frente a su asiento.

 

21-LAS BODAS DEL REY ARTURO ENLACE, PINCHAR AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 17:  Gustavo Adolfo Bécquer  “Leyendas aragonesas y sorianas “  (año de publicación 1864)

Leyenda Aragonesa: El gnomo

 

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza. Volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas, cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.

Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

 

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.

 

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:

-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

 

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

 

– Es , -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona -,  que el señor cura acaso no sabría dároslo en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

 

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

 

 

 

-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?… -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al

 

camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

 

-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo  encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

 

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

 

– Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero

 

no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo. En sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y

 

hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos.  Son los gnomos.

 

17-EL GNOMO- TIìO GREGORIO ENLACE, PINCHAR EN ESTA FRASE PARA VER LAS FICHAS

 

 

 

Texto número 24: Juan Luis Arsuaga;”Mi primer libro de la prehistoria (año de publicación  2008)

Diferentes, pero no tanto

 

Los humanos no estamos completamente solos en la Tierra. Ya sabemos que todos los seres vivientes, aunque sean microbios o plantas, formamos una familia, porque todos descendemos de la primera célula que apareció en nuestro planeta, hace miles de millones de años.  Ese primer ser vivo es nuestro “tatara-tatara…tatarabuelo”.

Cuando los zoólogos hacen sus clasificaciones de los animales juntan entre sí a las especies que se parecen más. Cada una de esas categorías tienen un antepasado común, su propio “bisabuelo”, “abuelo” o “padre”.

En los tratados de Zoología los humanos no formamos un grupo aparte con una sola especie, la nuestra: Homo Sapiens. Al contrario, estamos agrupados con montones de otras especies en el gran conjunto de los monos. Los primates, como se llama en Biología a los monos, son una de las grandes ramas de los mamíferos. Los murciélagos, ballenas, caballos, búfalos, elefantes, leones, ratones, erizos, conejos, armadillos, canguros, etc., son otros tipos de mamíferos.

Dentro de los monos, algunos son parecidos a nosotros, incluso muy semejantes, tanto que nos hacen reír con su comportamiento, sus muecas y sus gestos, que parecen de personas. Esos monos

 

tan interesantes tienen un buen tamaño y viven en las selvas de África y Asia. Son los chimpancés, los gorilas y los orangutanes. Los grandes monos están en peligro de extinción, porque las selvas de la Tierra están siendo destruidas a gran velocidad. SI seguimos así, pronto habremos exterminado a nuestros parientes más cercanos, a nuestros hermanos y primos carnales.

 

 

24-DIFERENTES, PERO NO TANTO (PREHISTORIA) ENLACE, PINCHAR PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 11: Miguel de Cerventes.  “Las ilustre fregona” (año de publicación 1613)

Fragmento de “La ilustre fregona”

 

Hace mucho tiempo vivían en la noble y famosa ciudad de Burgos dos ricos e importantes caballeros llamados don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño. Don Diego tuvo un hijo al que puso su mismo nombre, y don Juan otro al que llamó Tomás.

 

Trece años o poco más tendría el joven Diego cuando decidió dejar a sus padres e irse a conocer el mundo viviendo como un pícaro. Los pícaros sufrían muchas privaciones, pero a cambio vivían una vida libre, y Diego estaba tan contento con esa libertad que no echaba de menos las comodidades de su casa. No le cansaba andar, y el frío y el calor le parecían fáciles de soportar. Para él todo el año era primavera, y dormía igual de bien sobre la paja de un mesón que en el colchón más mullido.

 

En los tres años que pasó fuera de su casa, Diego aprendió tantos trucos y artimañas que habría podido dar lecciones al mismísimo Guzmán de Alfarache, el más famoso de los pícaros. Era un pícaro poco común, virtuoso, limpio y bastante sensato. Aunque se codeaba con gente de la peor calaña, nunca dejó de ser generoso con sus camaradas. Pasó por todos los grados de la educación picaresca, comenzando por el de aprendiz, hasta que se graduó como maestro en las almadrabas de Zahara, donde se pescan los mejores atunes del mundo y se reúne la flor y nata de la picardía.

 

 

A las almadrabas de Zahara se las consideraba la mejor academia de la vida picaresca. Quien no hubiera pasado en ellas al menos dos veranos no podía decir que fuera un verdadero pícaro. Allí se jugaba a las cartas, se cantaba y se bailaba. Quien más, quien menos, todo el mundo robaba. Allí no hacía falta ninguna excusa para la juerga y el jaleo. Y sobre todo, se vivía en libertad. Cuando algún muchacho de buena familia se escapaba de su casa, sus padres solían ir a buscarlo a Zahara, pues lo más seguro era que lo encontraran allí. ¡Y qué desgraciado se sentía el hijo cuando lo obligaban a despedirse de aquella vida libre!

 

La única preocupación para la gente de las almadrabas era la amenaza de los piratas. La costa africana estaba muy próxima, y los piratas podían aparecer de repente y llevárselos en un instante. Por la noche, la gente de Zahara se refugiaba en las torres que defendían la costa y cerraba los ojos confiando en que los vigías mantuvieran los suyos bien abiertos. Pero a pesar de tales precauciones, más de una vez todos los que se habían echado a dormir en España amanecieron en otro lugar junto con los centinelas, las barcas y las redes de la almadraba.

 

El temor a los piratas no le impidió a Diego pasar tres veranos en Zahara dándose la buena vida. El último verano tuvo tanta suerte que ganó setecientos reales jugando a las cartas. Entonces decidió que había llegado el momento de volver a casa para ver a sus padres. Se despidió de sus amigos prometiéndoles que regresaría el verano siguiente, dijo adiós a las secas arenas de Zahara, que a

 

 

él le parecían tan verdes y frescas como el Paraíso terrenal, y echó a andar sin prisa, calzado con unas simples alpargatas.

 

Cuando llegó a Valladolid, decidió esperar unos días a que su piel recuperase la blancura, pues en aquel tiempo la tez bronceada no se consideraba propia de la gente de buena cuna. Luego, con el escaso dinero que le quedaba (pues se había gastado la mayor parte por el camino), cambió sus ropas de pícaro por otras de caballero, alquiló una mula y se dirigió a Burgos.

 

 

11-LA ILUSTRE FREGONA ENLACE, PINCHAR AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

 

Texto número 5: Robert L. Stevenson, “La Isla del Tesoro” (año de publicación 1882)

Capítulo 1 (fragmento):  El viejo lobo de mar en el Almirante Benbow.

 

El Squire Trelawney,  el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición dela isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17…, y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño dela posada del Almirante Benbow, y en que un viejo navegante, de moreno y curtido rostro cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.

Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero.  Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura.  Aún me parece que lo estoy viendo mirar en torno de la enseñada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después:

¡Quince hombres en el cofre del muerto

Yo-jo-jó, y una botella de ron!

 

con aquella voz alta y cascada que parecía haber sido a un tiempo afinada y quebrada en las barras del cabrestante.  Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron.  Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y la enseña que colgaba sobre la puerta.

-Buena caleta esta-dijo por fin-, y la taberna está bien situada.  ¿Mucha compañía por aquí, jefe?

Mi padre respondió que no:  poca concurrencia, por desgracia.

-Bueno, entonces aquí echo el amarre. ¡Eh, colega!- gritó al que empujaba la carretilla-.  Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre.  Me quedo aquí unos días-continuó-. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos.  ¿Qué cómo me han de llamar? Llámenme capitán.  ¡Ah!, ya veo claro detrás delo que anda…¡Ahí va!-y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo esto-dijo imperioso y altivo como un gran almirante.

Y, en verdad, mala como era su ropa y aunque se expresaba toscamente, no tenía la apariencia de un simple marinero, sino la de un piloto o patrón acostumbrado a golpear si no s ele obedecía.  El hombre que empujaba la carretilla nos dijo que aquella mañana se había apeado de la diligencia en el Royal George y que allí había preguntado qué posadas había a lo largo de la costa;  y habiendo

 

oído, según me figuro, buenas referencias de la nuestra y que era solitaria, la había preferido para establecer su residencia.  Y eso fue todo lo que pudimos saber de nuestro huésped.

Era un hombre habitualmente muy reservado.  Todo el día vagabundeaba en torno de la caleta o por los acantilados, con un catalejo de latón;  y toda la velada se la pasaba sentado en un rincón  de la taberna junto al fuego, bebiendo ron muy fuerte con agua.  Casi nunca respondía cuando se le hablaba; se limitaba a erguir de pronto la cabeza y resoplar por la nariz como sirena de niebla; y tanto nosotros como la gente que frecuentaba la casa aprendimos pronto a no meternos con él.  Todos los días, al regreso de su paseo, preguntaba si había pasado por  la carretera algún hombre de mar.  Creíamos al principio que lo hacía porque echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero al fin caímos en la cuenta de que lo que trataba era de esquivarla.  Cuando algún navegante se alojaba en el Almirante Benbow (como ocurría de vez en cuando con los que iban a Bristol por la costa) lo observaba, antes de entrar en la sala, por entre las cortinas de la puerta; y era cosa segura que siempre permanecía callado como un muerto en presencia del forastero.  Para mí, al menos, no había secreto en ello, pues era yo partícipe den cierto modo de sus alarmas.  En cierta ocasión me había llevado aparte y prometió darme cuatro peniques de plata el primero de cada mes “solo por estar ojo avizor” y darle aviso tan pronto como viera aparecer a “un marinero con una sola pierna”.  Muchas veces, al llegar el día convenido y pedirle mi salario, se contentaba con darme un bufido y mirarme con tal cólera que me obligaba a bajar los ojos, pero no dejaba de pasar

 

la semana sin pensarlo mejor y acababa  por traerme mi pieza de cuatro peniques y repetir el encargo de estar alerta al “marinero con una sola pierna”……

 

 

5-LA ISLA DEL TESORO ENLACE, PINCHAR AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 23: Jacqueline Kelly , “La evolución de Calpurnia Tate” (año de publicación 2009)

Capítulo 1: El origen de las especies

 

Mientras que ciertos insectos nos invadían, otros pobladores habituales de nuestra propiedad, como las lombrices, desaparecieron. Mis hermanos se quejaban de la escasez de gusanos para pescar  y de lo difícil que era encontrarlos cavando en la dura y reseca tierra. Quizás os preguntéis: ¿se puede adiestrar a las lombrices? Ya os digo yo que sí. La solución me pareció obvia: los gusanos siempre salían con la lluvia y no era muy complicado hacerles creer que llovía. Me fui con un cubo de agua a una zona de sombra y lo vertí en el suelo en el mismo sitio un par de veces al día. A los cinco días, sólo tuve que presentarme allí con mi cubo y los gusanos, atraídos por mis pasos y la promesa de agua, se arrastraron a la superficie. Los recogí y los vendí a Lamar a un centavo la docena. Él  me dio la lata para que le dijera dónde los había encontrado, pero no lo hice. En cambio, a Harry sí le confesé  mi método, pues era mi favorito y a él no le ocultaba nada- bueno, casi nada.

  • Calpurnia Tate – dijo – tengo algo para ti, – Fue a su escritorio y sacó un cuaderno tamaño bolsillo de piel de color rojo. Ya verás, no lo he usado nunca. Puedes usarlo tú para apuntar tus observaciones científicas. Eres toda una naturalista en ciernes.

 

 

¿Qué era exactamente una naturalista? No estaba segura, pero decidí dedicar el resto del verano a ello. Si lo único que había que hacer era escribir lo que uno viera a su alrededor, sabría hacerlo.

Mis primeros apuntes fueron sobre perros. Debido al calor, se tumbaban tan quietos en el suelo que parecían estar muertos. Se incorporaban el tiempo necesario para beber toda su agua y se dejaban caer otra vez. Ni un disparo de escopeta habría espabilado a Ayax, el perro de caza de mi padre, así que no digamos un pisotón en frente de su hocico. Se tumbaba con la boca abierta y podías contarle los dientes. Así descubrí que el paladar de un perro está muy arqueado en su parte posterior, gaznate abajo, seguro que para facilitar el paso de una presa difícil en una sola dirección: la de la cena. Apunté eso en mi cuaderno.

Observé que la expresión facial de un perro se refleja sobre todo en el movimiento de sus cejas. Escribí: “¿Por qué tienen cejas los perros? ¿Para qué las necesitan?

Lo siguiente que apunté en la libreta fue que aquel verano teníamos dos clases diferentes de saltamontes, Teníamos esos pequeños y rápidos de siempre, de color esmeralda con motitas negras. Y había otros enormes, amarillo brillante, el doble de grandes y alargados, tan gordos que doblaban la hierba al aterrizar en ella. Nunca los había visto antes

 

 

Regresé a mi cuarto y medité sobre el misterio de los saltamontes. Tenía uno de los verdes y pequeños en un tarro sobre el tocador, y lo observé para inspirarme. Había sido incapaz de atrapar a uno amarillo, a pesar de que eran mucho más lentos.

  • ¿Por qué sois diferentes?- pregunté, pero él se negó a contestarme.

 

23-LA EVOLUCIÓN DE CALPURNIA TATE ENLACE, PINCHA EN LA FRASE PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 13: Anónimo, “Lazarillo de Tormes” (año de publicación 1554)

Lazarillo de Tormes (fragmento)

 

Cierto día vagaba Lázaro por las calles toledanas, muy estrechas, empinadas y retorcidas, cuando se tropezó con un escudero que no tenía mal porte. Era un hombre flaco, alto, de simpático continente, cuyo vestido, sin ser nuevo ni lujoso, demostraba la posición desahogada de su dueño por su limpieza y buen estado. Iba el escudero aseadísimo, cuidadosamente peinado, y caminaba muy tieso, llevando el paso al compás y dándose importancia como un gran señor.

Al ver a Lázaro, que se estaba parado en medio de la calle y vacilaba entre si tomar por la derecha o volverse a la izquierda, le dijo:

– ¿Muchacho, tienes algo que hacer?

– Nada, señor – contestó el vagabundo.

– ¿Buscas amo? – volvió a preguntar el escudero.

– Sí que le busco y no le encuentro – dijo Lázaro.

– Pues, sígueme – continuó el desconocido; – yo te tomo a mí servicio, y da gracias a Dios de haberte topado conmigo, porque mejor amo no podías encontrar. Sin duda has rezado hoy una buena oración. ¡Anda, vámonos!

Echó a andar el escudero y le siguió Lázaro, muy contento de haber encontrado acomodo. Era de mañana, y recorrieron gran parte de la ciudad cruzando muchas calles y plazas. En distintos sitios vio Lázaro que vendían pan, carne, huevos, jamones, longanizas y otras viandas. Estaba esperando que su nuevo amo se detuviera a comprar algo, pues cabalmente era la hora justa de hacer las provisiones para el día; pero el escudero seguía adelante,

muy a paso tendido, sin mirar siquiera aquellos ricos manjares.

– ¡Bah! – pensó Lázaro. – Es que no los halla a su gusto. Ya comprará cosa mejor en otra parte.

Pero siguieron andando hasta las once de la mañana, y el escudero no demostró interesarse lo más mínimo por aquellas cosas que encandilaban los ojos de su criado.

Por último, cuando a éste le flaqueaban ya las piernas de tanto rodar por las calles, entró el escudero en la catedral y se puso a oír misa con gran devoción. Lázaro hizo lo propio y asistieron después a otros oficios divinos, hasta que terminaron todos y se quedó la iglesia vacía de fieles. Entonces salió el escudero del templo y echó calle abajo, sin decir palabra. Lázaro le seguía muy contento, porque era ya la hora de comer y habíase hecho la siguiente reflexión:

– Es seguro que mi nuevo amo tiene en su casa provisiones para varios días y una persona encargada de prepararlas. Voy a darme un banquete, pues me parece que llega a mi nariz el olorcillo de una comida suculenta.

Daba la una de la tarde cuando llegaron a una casa delante de cuya puerta se detuvo el escudero. Este se echó una punta de la capa sobre el hombro, con ademán muy elegante, y sacó de una de sus mangas una llave, con la cual abrió la puerta.

Entraron. La casa tenía un zaguán muy obscuro y estrecho; seguía después un pequeño patio, y, finalmente, se encontraban las habitaciones, todas ellas completamente desnudas. Allí no había ni sillas, ni mesa, ni bancos, ni arcas ni nada. Lázaro no vio sino un poyo, especie de asiento de ladrillo, adosado a la pared.

Quitose el escudero la capa y dijo:

-¿Tienes las manos limpias, muchacho?

Lázaro contesto que sí, y entonces le mandó su nuevo amo que le ayudara a sacudir y doblar la capa, operación que hicieron entre los dos con mucho cuidado, como si aquella prenda hubiese sido de seda y bordada en oro. Dejaron la capa en el poyo, muy dobladita, y el escudero, sentándose junto a su capa, preguntó:

-Tú, mozo, ¿has comido ya?

-No, señor – contestó Lázaro.- No eran todavía las ocho de la mañana cuando tropecé con vuestra merced.

-Pues, aunque de mañana, yo había almorzado ya – dijo el escudero,- y siempre que almuerzo me estoy luego sin probar bocado hasta la noche. Pásate como puedas, que después cenaremos.

Lázaro estuvo a punto de desmayarse. ¡Qué amargo desengaño después de haber esperado con tanta ilusión un plato colmado de buenas viandas! Se le saltaron las lágrimas al pobre chico pensando que le perseguía la mala suerte y que una perspectiva de nuevos y crueles ayunos se le ofrecía en lo porvenir. Si desventurado y mísero era el clérigo de Maqueda, triste y muerto de hambre parecía el escudero toledano. ¿Podía darse más adversa fortuna?

– Señor – dijo Lazarillo, – mozo soy que no me fatigo mucho en comer, y tengo confianza en que me durará cien años la dentadura, pues apenas hago uso de ella. ¡Bendito Dios, que de mis ayunos bien puedo alabarme! Dudo de que ningún otro criado me aventaje en comer poco; todos los amos que he tenido han loado mucho mi sobriedad y abstinencia.

-Eso está muy bien-aprobó el escudero, – y siento que, por tu virtud, voy a quererte más. El hartarse no es propio de personas, sino de cerdos. Todos los hombres de bien se distinguen por comer poco y con regla.

Lázaro, aunque otra cosa demostrase, no estaba convencido de que el ayuno fuese una virtud necesaria como regla de buena vida.

«! Que te confunda el diablo! – pensaba.-Tú no comes porque no tienes, y el remedio que a mí me das para ti lo dejo.» Esto pensando, fue a sentarse en una piedra que había en la calle, junto a la puerta de la casa. Sacó de su faltriquera unos zoquetes de pan que le habían dado de limosna y se puso a comerlos con muy buen apetito.

 

13- EL LAZARILLO DE TORMES ENLACE, PINCHA AQUÍ PARA DESCARGAR LAS FICHAS

 

 

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Publicado el

16 abril, 2020

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