3º Y 4º PLAN LECTOR Y ACTIVIDADES

 

Texto número 1: L. F. Frank Baum,

“El maravilloso mago de Oz”. (año de publicación 1900)

Capítulo 1: El ciclón

 

Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco —pequeño y oscuro— se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso.

Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones y que parecía juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba. Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita; pero el sol y los vientos también la habían cambiado, robando el brillo de sus ojos, que quedaron de un gris plomizo, y borrando el rubor de sus labios y mejillas, los que poco a poco fueron adquiriendo la misma tonalidad imperante en el lugar. Ahora era demasiado enjuta y jamás sonreía. Cuando Dorothy quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em solía sobresaltarse tanto de sus risas que lanzaba un grito y se llevaba la mano al corazón cada vez que llegaba a sus oídos la voz de la pequeña, y todavía miraba a su sobrina con expresión de extrañeza, preguntándose qué era lo que la hacía reír.

Tampoco reía nunca el tío Henry, quien trabajaba desde la mañana hasta la noche e ignoraba lo que era la alegría. Él también tenía una tonalidad grisácea, desde su larga barba hasta sus rústicas botas, su expresión era solemne y dura. Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de tornarse tan opaca como el medio ambiente en que vivía. Toto no era gris; era un perrito negro, de largo pelaje sedoso y negros ojillos que relucían alegres a ambos lados de su cómico hocico. Toto jugaba todo el día y Dorothy le acompañaba en sus juegos y lo quería con todo su corazón. Empero, ese día no estaban jugando. El tío Henry se hallaba sentado en el umbral y miraba al cielo con expresión preocupada, notándolo más gris que de costumbre. De pie a su lado, con Toto en sus brazos, Dorothy también observaba el cielo. La tía Em estaba lavando los platos.

Desde el lejano norte les llegaba el ronco ulular del viento, y tío y sobrina podían ver las altas hierbas inclinándose ante la tormenta. Desde el sur llegó de pronto una especie de silbido agudo, y cuando volvieron los ojos en esa dirección vieron que también allí se agitaban las hierbas. El viejo se levantó de pronto.

—Viene un ciclón, Em —le gritó a su esposa—. Iré a ocuparme de los animales. Y echó a correr hacia los cobertizos donde estaban las vacas y caballos.

La tía Em dejó su trabajo para salir a la puerta, desde donde vio con una sola ojeada el peligro que corrían.

—¡Aprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al sótano!

Toto saltó de entre los brazos de la niña para ir a esconderse bajo la cama, y Dorothy se dispuso a seguirlo, mientras que la tía Em, profundamente atemorizada, abría la puerta trampa y descendía al oscuro refugio bajo el piso. Al fin logró Dorothy atrapar a Toto y se volvió para seguir a su tía; pero cuando se hallaba a mitad de camino arreció de pronto el vendaval y la casa se sacudió con tal violencia que la niña perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo. Entonces ocurrió algo muy extraño. La vivienda giró sobre sí misma dos o tres veces y empezó a elevarse con lentitud hacia el cielo. A Dorothy le pareció como si estuviera ascendiendo en un globo.

Los vientos del norte y del sur se encontraron donde se hallaba la casa, formando allí el centro exacto del ciclón. En el vórtice o centro del ciclón, el aire suele quedar en calma, pero la gran presión del viento sobre los cuatro costados de la cabaña la fue elevando cada vez más, y en lo alto permaneció, siendo arrastrada a enorme distancia y con tanta facilidad como si fuera una pluma.

Reinaba una oscuridad muy densa y el viento rugía horriblemente en los alrededores, pero Dorothy descubrió que la vivienda se movía con suavidad. Luego de las primeras vueltas vertiginosas, y después de una oportunidad en que la casa se inclinó bastante, tuvo la misma impresión que debe sentir un bebé al ser acunado.

A Toto no le gustaba todo aquello y corría de un lado a otro de la habitación, ladrando sin cesar; pero Dorothy se quedó quieta en el piso, aguardando para ver qué iba a suceder.

En una oportunidad el perrillo se acercó demasiado a la puerta abierta del sótano y cayó por ella. Al principio pensó la niña que lo había perdido; pero a poco vio una de sus orejas que asomaba por el hueco, y era que la fuerte presión del huracán lo mantenía en el aire, de modo que no podía caer. La niña se arrastró hasta el agujero, atrapó a Toto por la oreja y lo arrastró de nuevo a la habitación después de cerrar la puerta trampa a fin de que no se repitiera el accidente. Poco a poco fueron pasando las horas y Dorothy se repuso gradualmente del susto; pero se sentía muy solitaria, y el viento aullaba a su alrededor con tanta fuerza que la niña estuvo a punto de ensordecer. Al principio habíase preguntado si se haría pedazos cuando la casa volviera a caer; mas a medida que transcurrían las horas sin que sucediera nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma para ver qué le depararía el futuro. Al fin se arrastró hacia la cama y se acostó, mientras que Toto la imitaba e iba a tenderse a su lado.

A pesar del balanceo de la cabaña y de los aullidos del viento, la niña terminó cerrando los ojos y se quedó profundamente dormida.

 

1-EL MAGO DE OZ. ENLACE ,PINCHA EN ESTA FRASE.

 

 

 

Texto número 22: J.K Rowling ,“ Harry Potter y la piedra filosofal”  (año de publicación 1997)

Capítulo 1: El niño que sobrevivió

 

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir  que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías.

El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen; no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.

La señora Potter era hermana de la señora  Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, era lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar.

 

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza  parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media el señor Dursley cogió su maletín, besó a su esposa en la mejilla y salió de su casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí, había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía haber sido una ilusión óptica. Meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos.

Llegando ya a la ciudad, mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa.

 

 

EL señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. !Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía ser una moda nueva. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, llegó al aparcamiento de Grunnings,  pensando nuevamente en los taladros.

El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban  una tras otra. La mayoría de aquellas personas no habían visto una lechuza ni siquiera de noche.

 

 

22-HARRY POTTER ENLACE, PINCHA EN ESTA FRASE.

 

 

 

Texto número  20: Esopo, “Fábulas ” (siglo VII a.c)

Fábula de la liebre y la tortuga (Adaptación)

 

En el bosque de los tulipanes hay siempre un montón de animales; los búhos salen por la noche y por el día, los zorros juegan con las mariposas que revolotean a su alrededor. Mientras, la lagartija Feli toma el sol tan pancha en una roca.

Estaba un día la liebre Fina paseando paseando por el camino de piedras  y vio a lo lejos a la tortuga Aurora en la laguna. Fina se reía siempre de la tortuga Aurora  porque era muy lenta y, esta vez, se acercó y le dijo:

  • No lo entiendo, ¿por qué te molestas en moverte? Eres tan lenta que es mejor que te quedes donde estás.
  • Bueno – contestó la tortuga -, es verdad que soy lenta, pero siempre llego a mi destino. Si quieres, podemos echar una carrera.
  • Debes estar bromeando – dijo la liebre, pensando que no tenía ninguna oportunidad de ganar. Pero si insistes, no tengo problema en demostrar lo veloz que soy.

Entonces, la liebre y  la tortuga acordaron un día para enfrentarse.

Era una soleada  mañana de verano. Todos los animales del bosque fueron a ver la gran carrera. Feli, la lagartija, levantó el banderín y dijo:

  • Preparados, listos……!Ya!.

La carrera había comenzado. Fina la liebre salió corriendo y la tortuga Aurora se quedó atrás. Cuando la tortuga echó a andar ya ni siquiera podía ver a la liebre de lo lejos que estaba.

La liebre continuaba corriendo y mirando hacia atrás, decía:

  • ¡Vaya tortuga más lenta!¿Para qué voy a seguir corriendo?- .

Mejor descanso un rato.

Muy segura de sí misma, la liebre se tumbó bajo un árbol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir tras la carrera.

La tortuga, en cambio, siguió toda la mañana avanzando muy despacio. A medio día, pasó junto a la liebre que continuaba durmiendo a la sombra, al lado del camino. Aurora seguía su paso sin detenerse.

Finalmente, la liebre se despertó y estiró las patas. El sol ya se estaba ocultando para dar paso a la noche. Miró hacia atrás y se rio:

  • ¡Aún ni ha pasado por aquí la tortuga!

Llena de energía, se levantó y se puso de nuevo en marcha en dirección a la meta para recoger su premio. De repente, poco antes de llegar al final del recorrido, Fina alzó la vista desde la ladera y pudo ver cómo la tortuga la había adelantado. Aceleró el paso todo lo que pudo, pero ya era tarde. Aurora se deslizaba en aquel momento sobre la línea de meta.

 

¡La tortuga había ganado! La liebre pudo oír entonces los aplausos de los animales del bosque.

La liebre Fina se entristeció. Comprendió que no debía haberse burlado de la tortuga. Bajó hasta el prado donde se encontraban todos, se acercó a la tortuga y, un poco avergonzada por su comportamiento, felicitó a la campeona:

  • ¡Te lo mereces Aurora! He pensado que yo era mejor que todos en este bosque y ese orgullo me ha hecho perder, – dijo la liebre.

La tortuga le sonrió y perdonó su actitud. Desde aquel día, Fina no ha vuelto a burlarse de ningún otro animal y ahora anima a todos a intentar conseguir todo aquello que se propones. Con trabajo y  esfuerzo diario, se puede conseguir todo.

 

20-FÁBULA DE LA TORTUGA Y LA LIEBRE ENLACE, PINCHA AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 16: Johana Spyri, “Heidi ” (año de publicación 1880)

Capítulo 3: Una  jornada en los Alpes.

 

Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos vio que el sol penetraba por la pequeña ventana y daba de lleno sobre su lecho, arrancando dorados destellos de la masa de heno que  la circundaba. Heidi miró a  su alrededor, asombrada de cuanto veía, porque no recordaba donde se hallaba. Mas al oír la voz profunda de su abuelo que hablaba con alguien delante de la casa, todo lo sucedido el día anterior volvió de pronto a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, el día que había pasado en la casita del abuelo. Sintió una gran alegría al pensar  que ya no viviría con la vieja Ursula, que estaba ya muy viejecita, tenía siempre frío y se pasaba el día en la cocina, obligando a la niña a permanecer a su lado sin dejar que se alejara mucho para no perderla de vista. La costumbre de permanecer siempre encerrada en la casa había hecho nacer en ella un vivo deseo de corretear libre por las calles y los campos. Por eso se sentía llena de felicidad al despertarse en otra cosa, al recordar todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y pensar en lo que aún vería y, sobre todo, en que podría jugar con  Diana y Blanquita, las cabras de su abuelito.

Heidi saltó de la cama y se vistió en pocos minutos. Sin tardanza bajó la escalera y salió de la casita. Delante de ella estaba Pedro, el pequeño pastorcillo de cabras con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras.

 

 

Heidi corrió al encuentro de éstas para darles los buenos días al mismo tiempo que a su abuelo.

  • ¿Quieres ir a los pastos?- le preguntó el abuelo.

Heidi al oír la proposición, saltó de alegría.

-¡Pues entonces ve a lavarte para que estés bien limpia!,  de lo contrario el sol, al verte sucia, se burlará de ti. Ahí tienes un cubo lleno de agua.

Heidi se dirigió inmediatamente al cubo de agua que se hallaba cerca de la puerta y que había sido caldeado por el sol, y empezó a lavarse y a frotarse el rostro con ardor.

Entretanto, el abuelo había entrado en la cabaña y, a poco, llamó a Pedro.

  • ¡Ven aquí general en jefe de las cabras! Trae tu zurrón.

Pedro contemplaba con ojos asombrados la cantidad de comida destinada a Heidi, el doble de la que él llevaba para sí.

– Debes llevarte también un tazón, porque la pequeña no sabe beber como tú directamente de las ubres de las cabras. Tú le ordeñarás dos tazones de leche al mediodía, porque Heidi irá contigo y permanecerá a tu lado hasta que vuelvas a la noche. Y ten cuidado de que no se caiga por algún precipicio. ¿Has entendido?

En aquel momento Heidi entró corriendo:

 

-Abuelito, ¿se reirá ahora el sol de mí?- preguntó muy preocupada.

Por miedo a las burlas del sol, la pequeña se había frotado el rostro, el cuello y los brazos con una tela gruesa que encontró junto al cubo, y tenía la piel enrojecida. El abuelo sonrió, y después de calmar los temores de la niña, añadió:

-A la noche cuando regreses, tendrás que meterte entera en el cubo, como si fueras un pez, porque cuando se anda con los pies desnudos como las cabras, se ponen muy sucios. Y ahora, ¡en marcha!

 

 

16-HEIDI .ENLACE,PINCHAR EN LA FRASE PARA VER LAS FICHAS

 

 

 

Texto número 9: Lewis Carroll, “Alicia en el país de las maravillas” (año de publicación 1865)

Capítulo 5 (fragmento I): Consejos de una oruga

 

 

La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio.  Por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.

-¿Quién eres tú?- le preguntó.

No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación.  Alicia contestó un poco intimidada:

-Apenas sé, señora, lo que soy en este momento…Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.

-¿Qué quieres decir con eso?- preguntó la Oruga con severidad-. ¡A ver si te aclaras contigo misma!

-Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora-dijo Alicia-, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.

-No veo nada-protestó la Oruga.

-Temo no poder explicarlo con más claridad-insistió Alicia con voz amable-, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.

 

-No resulta nada-replicó la Oruga.

-Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido, pero, cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?

-Ni pizca-declaró la Oruga.

-Bueno, quizás los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro que a mí me parecería muy raro.

-¡A ti!- dijo la Oruga con desprecio.- ¿Quién eres tú?

Con lo cual volvía al principio de la conversación.  Alicia empezaba a sentirse molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:

-Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es.

-¿por  qué?- inquirió la Oruga.

Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.

-¡Ven aquí!-la llamó la Oruga a sus espaldas-.¡Tengo algo importante que decirte!

 

Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.

-¡Vigila ese mal genio!- sentenció la Oruga.

-¿Eso es todo?- preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.

-No- dijo la Oruga.

Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena.  Durante unos minutos la Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos y volvió a sacarse la pipa de la boca:

-Así que tú crees haber cambiado, ¿no?

-Mucho me temo que sí, señora.  No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.

-No te acuerdas ¿de qué cosas?

-Bueno, intenté recitar “La cigarra y la hormiga”, ¡pero todo me salió al revés!- contestó Alicia con tristeza.

-A ver recítame “Sois viejo, padre Guillermo”- ordenó la Oruga.

Alicia cruzó los brazos y empezó:

 

 

“Sois viejo, padre”, dijo el joven,

“vuestro cabello es ya de nieve,

¿no os da vergüenza a vuestra edad

estar cabeza abajo siempre?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

“temí que me dañase el seso,

pero no tengo ahora seso alguno

y hago ya cuanto me apetece.”

“Sois viejo, padre”, insistió el joven,

“vuestra gordura es imponente,

¿cómo dais tantas volteretas

como si fuerais mozalbete?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

“me froté bien con este ungüento,

solo valía dos reales

y su eficacia es un portento.”

“Sois viejo padre”, insistió el joven,

 

“vuestras mandíbulas son débiles,

¿cómo podéis comer un ganso

sin que se caigan vuestros dientes?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

Con mi mujer discutí siempre,

y así la boca se me hizo

para una larga vida fuerte.”

“Sois viejo padre”, insistió el joven,

“sin duda vista habéis perdido,

¿cómo hacéis, pues, con una anguila

en la nariz mil equilibrios?”

“He respondido tus preguntas,

tu necedad me tiene harto,

cállate ya o una patada

te hará rodar pendiente abajo.”

-Eso no está bien-dijo la Oruga.

-No, me temo que no está del todo bien- reconoció Alicia con timidez-. Algunas palabras me han salido equivocadas.

 

9-ORUGA-ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS ENLACE, PINCHA PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 14: Roald Dahl, “Charlie y la fábrica de chocolate” (año de publicación 1964)

La fábrica del señor Willy Wonka (fragmento)

 

….. Y el abuelo Joe continuó:

-¿Quieres decir que nunca te he hablado del señor Willy Wonka y de su fábrica?

-Nunca- respondió el pequeño Charlie.

-¡Santísimo cielo! ¡No sé qué me ocurre!

-¿Me lo contarás ahora, abuelo Joe, por favor?

-Claro que sí. Siéntate en la cama junto a mí, querido niño, y escucha con atención.

El abuelo Joe era el más anciano de los 4 abuelos. Tenía 96 años y medio, y ésa es una edad bastante respetable para cualquiera. Era débil y delicado como toda la gente muy anciana y apenas hablaba a lo largo del día. Pero por las noches, cuando Charlie, su adorado nieto, estaba en la habitación parecía, de una forma misteriosa, volverse joven otra vez. Todo su cansancio desaparecía y se ponía tan ansioso y exaltado como un niño.

-¡Qué hombre es este señor Willy Wonka!- gritó el abuelo Joe-. ¿Sabías, por ejemplo, que él mismo ha inventado más de 200 nuevas clases de chocolatinas, cada una de ellas con un relleno diferente, cada una mucho más dulce, suave y deliciosa que cualquiera de las que puedan producir las demás fábricas de chocolate?

-¡Es la pura verdad!- gritó la abuela Josephine-. ¡Y las envía a todos los países del mundo! ¿No es así, abuelo Joe?

-Así es, querida mía, así es. Y también a todos los reyes y a todos los presidentes del mundo. Pero no sólo fabrica chocolatinas. ¡Ya lo creo que no! ¡El señor Willy Wonka tiene en su haber algunas invenciones realmente fantásticas! ¿Sabías que ha inventado un método para fabricar helado de chocolate de modo que éste se mantenga frío durante horas y horas sin necesidad de meterlo en la nevera? ¡Hasta puedes dejarlo al sol toda una mañana en un día caluroso y nunca se derretirá!

-¡Pero eso es imposible!- dijo el pequeño Charlie, mirando asombrado a su abuelo.

-¡Claro que es imposible!- exclamó el abuelo Joe-. ¡Es completamente absurdo! ¡Pero el señor Willy Wonka lo ha conseguido!

-¡Exacto!- asintieron los demás, moviendo afirmativamente la cabeza-. El señor Wonka lo ha conseguido.

-Y además- continuó el abuelo Joe, hablando ahora muy despacio para que Charlie no se perdiese ni una sola palabra-, el señor Willy Wonka puede hacer caramelos que saben a violetas, y caramelos que cambian de color cada 10 segundos a medida que se van chupando, y pequeños dulces ligeros como una pluma que se derriten deliciosamente en el momento en que te los pones en los labios. Puede hacer chicle que no pierde nunca su sabor, y globos de caramelo que puedes hinchar hasta hacerlos enormes antes de reventarlos con un alfiles y comértelos. Y, con una receta más secreta aún, puede confeccionar hermosos huevos con manchas negras, y cuando te pones uno de ellos en la boca, éste se hace cada vez más pequeño hasta que de pronto no queda nada de él excepto un minúsculo pajarillo de azúcar posado en la punta de tu lengua.

El abuelo Joe hizo una pausa y se relamió lentamente los labios.

-Se me hace la boca agua sólo de pensar en ello- dijo.

-A mí también- respondió el pequeño Charlie-. Pero sigue, por favor.

Mientras hablaban, el señor y la señora Bucket, el padre y la madre de Charlie, habían entrado silenciosamente en la habitación, y ahora estaban de pie junto a la puerta, escuchando.

-Cuéntale a Charlie la historia de aquel loco príncipe indio- pidió la abuela Josephine- Le gustará oírla.

-¿Te refieres al príncipe Pondicherry?- preguntó el abuelo Joe, y se echó a reír.

-¡Completamente loco!- dijo el abuelo George.

-Pero muy rico- añadió la abuela Georgina.

-¿Qué hizo?- preguntó Charlie ansiosamente.

-Escucha- dijo el abuelo Joe- y te lo contaré.

 

 

14-CHARLIE Y LA FÁBRICA DE CHOCOLATE ENLACE, PINCHA AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

 

Texto número 3: Julio Verne, “La vuelta al mundo en 80 días” (año de publicación 1872)

Capítulo 4: Donde Phileas Fogg deja estupefacto a Passepartout, su criado.

 

A las 7 y25, Phileas Fogg, después de haber ganado 20 guineas al Whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform Club. A las 7y 50, abría la puerta de su casa y entraba en ella.

Lo primero que hizo Phileas Fogg fue subir a su habitación y llamar al criado:

-Passepartout

Passepartout no respondió.  Aquella llamada no podía dirigirse a él. No era la hora.

-Passepartout- repitió el señor Fogg sin levantar más la voz.

Passepartout se presentó.

-Es la segunda vez que le llamo- dijo el señor Fogg.

-Es que aún no es media noche- respondió Passepartout con el reloj en mano.

-Lo sé- replicó Phileas Fogg- y por eso no le reprocho nada.  Dentro de diez minutos salimos para Dover y Calais.

Una especie de mueca se dibujó en el redondo rostro del francés.  Evidentemente había oído mal.

– ¿El señor se va?

-Si- respondió Phileas Fogg – Nos vamos a dar la vuelta al mundo.

Passepartout, con los ojos desmesuradamente abiertos, los párpados y las cejas levantados, los brazos caídos y el cuerpo abatido, presentaba en aquel momento los síntomas del asombro llevado hasta el límite del estupor.

-La vuelta al mundo…- murmuró.

-En 80 días- respondió el señor Fogg- Por lo tanto, no tenemos ni 1 minuto que perder.

-Pero ¿y las maletas? – dijo Passepartout, balanceando inconscientemente la cabeza a derecha e izquierda.

-Nada de maletas. Solo una bolsa de viaje. En su interior, 2 camisas de lana y 3 pares de calcetines. Lo mismo para usted. Ya compraremos lo que necesitemos por el camino.  Baje mi gabán y mi manta de viaje.  Lleve unos buenos zapatos.  De todas formas, caminaremos poco o nada. Vamos.

Passepartout habría querido responder, pero no pudo.  Salió de la habitación del señor Fogg.  Subió a la suya, se desplomó en una silla, y se dijo, utilizando una expresión bastante vulgar de su país:

– ¡Menudo embolado! Yo que quería estar tranquilo…

Entonces, maquinalmente, hizo los preparativos para la marcha. ¡La vuelta al mundo en 80 días! ¿Es que había entrado al servicio de un loco? No… Entonces, ¿era una broma? Iban a Dover, bien… A Calais, de acuerdo.  Después de todo, aquello no podía contrariar demasiado a aquel joven, porque, desde hacía cinco años, no había pisado el suelo de su patria.  Quizá incluso fueran a París y la verdad es que le apetecía mucho volver a ver la gran capital.  Entonces, seguro que un caballero como su amo, que no daba más pasos de los necesarios, se detendría allí… Sí, sin duda, pero lo que estaba claro era que el caballero se iba de viaje, se desplazaba, él que había sido tan casero hasta entonces…

A las 8, Passepartout había preparado la modesta bolsa que contenía su ropa y la de su amo. Luego, aún muy confuso, salió de su habitación, cuya puerta cerró cuidadosamente, y se reunió con el señor Fogg.

El señor Fogg estaba preparado.  Llevaba bajo el brazo la Bradshaw`s Continental Railway, Steam Transist and General Guide, que le proporcionaría las indicaciones necesarias para el viaje.  Cogió la bolsa de las manos de Passepartout, la abrió y metió en ella un gran fajo de esos billetes de banco que son de curso legal en todos los países.

– ¿No se olvida usted de nada? – preguntó.

-De nada, señor.

-Aquí están.

-Bien, coja la bolsa.

El señor Fogg devolvió la bolsa de viaje a Passepartout.

-Tenga mucho cuidado- añadió-. Ahí dentro van 20.000 libras.

A Passepartout estuvo a punto de escapársele la bolsa de las manos, como si las 20.000 libras hubiesen sido de oro y pesado una tonelada.

El amo y el criado descendieron y la puerta quedó cerrada con llave.  AL final de Saville Row había una parada de carruajes de alquiler.   Phileas Fogg y su criado subieron a un cabriolé que se dirigió rápidamente a la estación de Charing Cross, donde tenía su término uno de los ramales del South-Eastern Railway. A las 8 y 20, el cabriolé se detuvo ante la verja de la estación. Passepartout saltó a tierra.  Su amo le siguió y pagó al cochero.  En aquel momento, una pobre mendiga con un niño cogido de la mano, los pies descalzos en el barro, un sombrero viejísimo en la cabeza del que colgaba una pluma lamentable y ataviada con una horquilla andrajosa sobre sus harapos, se acercó al señor Fogg y le pidió una limosna.

El señor Fogg sacó del bolsillo las 20 guineas que acababa de ganar al Whist y se las dio a la mendiga.

-Tome, buena mujer- le dijo-. Me alegro de haberla encontrado.

Luego siguió su camino.

Passepartout sintió una sensación de humedad en sus ojos.  Su amo acababa de dar un paso hacia su corazón.

El señor Fogg y él entraron en el gran vestíbulo de la estación.  Allí, Phileas Fogg ordenó a Passepartout que adquiriese 2 billetes de primera clase para París.  Luego, al volverse, vio a sus 5 colegas del Reform Club.

-Señores, me voy- dijo-. Los diversos visados que quedarán estampados en mi pasaporte les permitirán controlar mi itinerario cuando regrese.

– ¡Oh, señor Fogg! – exclamó con toda cortesía Gauthier Ralph-. No es necesario. Confiamos plenamente en su honor de caballero.

-Es mejor así- dijo el señor Fogg.

-No olvide que tiene que estar de vuelta…- observó Andrew Stuart.

-Dentro de 80 días- respondió el señor Fogg- el sábado 21 de diciembre de 1872, a las 8 y 45 sonó un silbato y el tren se puso en marcha.

La noche era muy oscura y caía una fina lluvia.  Phileas Fogg, recostado en su rincón, no hablaba.  Passepartout, todavía aturdido, apretaba maquinalmente la bolsa de los billetes contra su pecho.

Sin embargo, cuando el tren aún no había llegado a Sydenham, Passepartout lanzó un auténtico grito de desesperación.

– ¿Qué le ocurre? – preguntó Phileas Fogg.

-Es que…con las prisas… con la confusión…he olvidado…

– ¿Qué?

– ¡Apagar la lámpara de gas de mi habitación!

-Bueno, muchacho…- respondió el señor Fogg con frialdad- lo que gaste correrá de su cuenta.

 

 

 

3-LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS ENLACE, PINCHA AQUÍ PARA VER LAS FICHAS

 

 

Texto número 7 : Marc Twain, “Las aventuras de Tom Sawyer” (año de publicación 1876)

Capítulo 6

 

La mañana del siguiente día, lunes, encontró a Tom Sawyer afligido. Todos los lunes por la mañana estaba siempre así, porque era el comienzo de otra semana de lento sufrir en la escuela. Su primer pensamiento en esos días era lamentar que se hubiera interpuesto un día festivo, pues eso hacía más odiosa la vuelta a la esclavitud.

 

Tom se quedó pensando que si hubiera despertado enfermo; tendría excusas para no ir a la escuela. Había allí una vaga  posibilidad. Pasó revista a su organismo. No aparecía enfermedad alguna, y lo examinó de nuevo. Esta vez creyó que podía barruntar ciertos síntomas de cólico, y comenzó a alentarlos con grandes esperanzas. Pero los dolores se fueron debilitando y desaparecieron poco a poco. Volvió a reflexionar. De pronto hizo un descubrimiento: se le movía un diente. Era una circunstancia feliz; y estaba a punto de empezar a quejarse, «para dar la alarma», como él decía, cuando se le ocurrió que si acudía ante el tribunal con aquel argumento, su tía se lo arrancaría, y eso le iba a doler. Decidió, pues, dejar el diente en reserva por entonces, y buscar por otro lado. Nada se ofreció por el momento, pero después se acordó de haber oído al médico hablar de una cierta cosa que tuvo a un paciente en cama dos o tres semanas y le puso en peligro de perder un

 

 

dedo. Sacó de entre las sábanas un pie, en el que tenía un dedo enfermo, y procedió a inspeccionarlo; pero se encontró con que no conocía los síntomas de la enfermedad. Le pareció, sin embargo, que valía la pena intentarlo, y rompió a sollozar con gran energía. Pero Sid continuó dormido, sin oírlo.

 

Tom sollozó con más bríos, y se le figuró que empezaba a sentir dolor en el dedo enfermo. Pero ningún efecto hizo en Sid.

Tom estaba ya jadeante de tanto esfuerzo. Se tomó un descanso, se proveyó de aire hasta inflarse, y consiguió lanzar una serie de quejidos admirables. Sid seguía roncando y Tom cada vez más indignado.

Le sacudió, gritándole:

«¡Sid, Sid!».

Este método dio resultado, y Tom comenzó a sollozar de nuevo. Sid bostezó, se desperezó, después se incorporó sobre un codo, dando un relincho, y se quedó mirando fijamente a Tom, que siguió sollozando. -¡Tom! ¡Oye, Tom! -le gritó Sid. No obtuvo respuesta.

-Tom! ¡Oye! ¿Qué te pasa?

y se acercó a él, sacudiéndole y mirándole la cara ansiosamente.

-¡No, Sid, no! -gimoteó Tom-. ¡No me toques!

-¿Qué te pasa? Voy a llamar a la tía.

-No, no importa. Ya me pasará. No llames a nadie.

-Sí, tengo que llamarla. No llores así, Tom, que me da miedo. ¿Cuánto tiempo hace que estás así?

-Horas. ¡Ay! No me muevas, Sid, que me matas.

-¿Por qué no me llamaste antes? ¡No, Tom, no! ¡No te quejes así, me pones la carne de gallina!

 

-Todo te lo perdono, Sid. -Quejido-. Todo lo que me has hecho. Cuando me muera…

-Tom! No te mueres, ¿verdad? ¡No, no! Acaso…

-Perdono a todos, Sid. Díselo. -Quejido-. Y Sid, le das mi falleba y mi gato tuerto a esa niña nueva que ha venido al pueblo, y le dices…

Pero Sid recogió algo para echarse encima y se fue. Tom estaba sufriendo ahora de veras -con tan buena voluntad estaba trabajando su imaginación-, y así sus gemidos habían llegado a adquirir un tono genuino. Sid salió volando por la escalera y gritó:

-¡Tía Polly, corra! ¡Tom se está muriendo!

-¡Pamplinas! No lo creo.

Pero corrió escalera arriba, con Sid y Mary a la zaga. Y había palidecido, además, y le temblaban los labios. Cuando llegó al lado de la cama, dijo, sin aliento:

-¡Tom! ¿Qué es lo que te pasa?

-¡Ay, tía, estoy…!

-¿Qué tienes? ¿Qué es lo que tienes?

-¡Ay, tía, tengo el dedo del pie irritado!

La anciana se dejó caer en una silla y río un poco, lloró otro poco y después hizo ambas cosas a un tiempo. Esto la tranquilizó y dijo:

-¡Tom, qué momento me has hecho pasar!… Ahora, basta de tonterías y a levantarse.

 

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Publicado el

16 abril, 2020

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