PLAN LECTOR:Lecturas interesante para estos días tan largos.

 

 

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Texto número 3: Julio Verne, “La vuelta al mundo en 80 días” (año de publicación 1872)

Capítulo 4: Donde Phileas Fogg deja estupefacto a Passepartout, su criado.

 

A las 7 y25, Phileas Fogg, después de haber ganado 20 guineas al Whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform Club. A las 7y 50, abría la puerta de su casa y entraba en ella.

Lo primero que hizo Phileas Fogg fue subir a su habitación y llamar al criado:

-Passepartout

Passepartout no respondió.  Aquella llamada no podía dirigirse a él. No era la hora.

-Passepartout- repitió el señor Fogg sin levantar más la voz.

Passepartout se presentó.

-Es la segunda vez que le llamo- dijo el señor Fogg.

-Es que aún no es media noche- respondió Passepartout con el reloj en mano.

-Lo sé- replicó Phileas Fogg- y por eso no le reprocho nada.  Dentro de diez minutos salimos para Dover y Calais.

Una especie de mueca se dibujó en el redondo rostro del francés.  Evidentemente había oído mal.

– ¿El señor se va?

-Si- respondió Phileas Fogg – Nos vamos a dar la vuelta al mundo.

Passepartout, con los ojos desmesuradamente abiertos, los párpados y las cejas levantados, los brazos caídos y el cuerpo abatido, presentaba en aquel momento los síntomas del asombro llevado hasta el límite del estupor.

-La vuelta al mundo…- murmuró.

-En 80 días- respondió el señor Fogg- Por lo tanto, no tenemos ni 1 minuto que perder.

-Pero ¿y las maletas? – dijo Passepartout, balanceando inconscientemente la cabeza a derecha e izquierda.

-Nada de maletas. Solo una bolsa de viaje. En su interior, 2 camisas de lana y 3 pares de calcetines. Lo mismo para usted. Ya compraremos lo que necesitemos por el camino.  Baje mi gabán y mi manta de viaje.  Lleve unos buenos zapatos.  De todas formas, caminaremos poco o nada. Vamos.

Passepartout habría querido responder, pero no pudo.  Salió de la habitación del señor Fogg.  Subió a la suya, se desplomó en una silla, y se dijo, utilizando una expresión bastante vulgar de su país:

– ¡Menudo embolado! Yo que quería estar tranquilo…

Entonces, maquinalmente, hizo los preparativos para la marcha. ¡La vuelta al mundo en 80 días! ¿Es que había entrado al servicio de un loco? No… Entonces, ¿era una broma? Iban a Dover, bien… A Calais, de acuerdo.  Después de todo, aquello no podía contrariar demasiado a aquel joven, porque, desde hacía cinco años, no había pisado el suelo de su patria.  Quizá incluso fueran a París y la verdad es que le apetecía mucho volver a ver la gran capital.  Entonces, seguro que un caballero como su amo, que no daba más pasos de los necesarios, se detendría allí… Sí, sin duda, pero lo que estaba claro era que el caballero se iba de viaje, se desplazaba, él que había sido tan casero hasta entonces…

A las 8, Passepartout había preparado la modesta bolsa que contenía su ropa y la de su amo. Luego, aún muy confuso, salió de su habitación, cuya puerta cerró cuidadosamente, y se reunió con el señor Fogg.

El señor Fogg estaba preparado.  Llevaba bajo el brazo la Bradshaw`s Continental Railway, Steam Transist and General Guide, que le proporcionaría las indicaciones necesarias para el viaje.  Cogió la bolsa de las manos de Passepartout, la abrió y metió en ella un gran fajo de esos billetes de banco que son de curso legal en todos los países.

– ¿No se olvida usted de nada? – preguntó.

-De nada, señor.

-Aquí están.

-Bien, coja la bolsa.

El señor Fogg devolvió la bolsa de viaje a Passepartout.

-Tenga mucho cuidado- añadió-. Ahí dentro van 20.000 libras.

A Passepartout estuvo a punto de escapársele la bolsa de las manos, como si las 20.000 libras hubiesen sido de oro y pesado una tonelada.

El amo y el criado descendieron y la puerta quedó cerrada con llave.  AL final de Saville Row había una parada de carruajes de alquiler.   Phileas Fogg y su criado subieron a un cabriolé que se dirigió rápidamente a la estación de Charing Cross, donde tenía su término uno de los ramales del South-Eastern Railway. A las 8 y 20, el cabriolé se detuvo ante la verja de la estación. Passepartout saltó a tierra.  Su amo le siguió y pagó al cochero.  En aquel momento, una pobre mendiga con un niño cogido de la mano, los pies descalzos en el barro, un sombrero viejísimo en la cabeza del que colgaba una pluma lamentable y ataviada con una horquilla andrajosa sobre sus harapos, se acercó al señor Fogg y le pidió una limosna.

El señor Fogg sacó del bolsillo las 20 guineas que acababa de ganar al Whist y se las dio a la mendiga.

-Tome, buena mujer- le dijo-. Me alegro de haberla encontrado.

Luego siguió su camino.

Passepartout sintió una sensación de humedad en sus ojos.  Su amo acababa de dar un paso hacia su corazón.

El señor Fogg y él entraron en el gran vestíbulo de la estación.  Allí, Phileas Fogg ordenó a Passepartout que adquiriese 2 billetes de primera clase para París.  Luego, al volverse, vio a sus 5 colegas del Reform Club.

-Señores, me voy- dijo-. Los diversos visados que quedarán estampados en mi pasaporte les permitirán controlar mi itinerario cuando regrese.

– ¡Oh, señor Fogg! – exclamó con toda cortesía Gauthier Ralph-. No es necesario. Confiamos plenamente en su honor de caballero.

-Es mejor así- dijo el señor Fogg.

-No olvide que tiene que estar de vuelta…- observó Andrew Stuart.

-Dentro de 80 días- respondió el señor Fogg- el sábado 21 de diciembre de 1872, a las 8 y 45 sonó un silbato y el tren se puso en marcha.

La noche era muy oscura y caía una fina lluvia.  Phileas Fogg, recostado en su rincón, no hablaba.  Passepartout, todavía aturdido, apretaba maquinalmente la bolsa de los billetes contra su pecho.

Sin embargo, cuando el tren aún no había llegado a Sydenham, Passepartout lanzó un auténtico grito de desesperación.

– ¿Qué le ocurre? – preguntó Phileas Fogg.

-Es que…con las prisas… con la confusión…he olvidado…

– ¿Qué?

– ¡Apagar la lámpara de gas de mi habitación!

-Bueno, muchacho…- respondió el señor Fogg con frialdad- lo que gaste correrá de su cuenta.

 

 

Texto número 4: Beatrix Potter, “Cuentos completos de Beatrix Potter” (año de publicación 1986)

La historia de la señorita Minina (1906)

 

Esta es una gata llamada señorita Minina.  ¡Cree haber oído un ratón!

Este es el ratón fisgando desde el armario y burlándose de la señorita Minina.  No tiene miedo al gato.

Esta es la señorita Minima, que se abalanza demasiado tarde.  El ratón se le escapa y se da un golpe en la nariz.

¡Encuentra muy duro el armario!

El ratón mira a la señorita Minina desde lo alto del armario.

La señorita Minina se envuelve la cabeza en una gamuza y se sienta delante del fuego.

El ratón cree que está enferma y se desliza por el cordón.

La señorita Minina tiene cada vez peor aspecto.  EL ratón se acerca cada vez más y se desliza por el cordón.

La señorita Minina tiene cada vez peor aspecto.  El ratón se acerca cada vez más.

La señorita Minina se coge la cabeza con las manos y se mira al ratón por un agujerito dela gamuza.  El ratón se acerca muchísimo.

Y de repente, ¡La señorita Minina salto sobre el ratón!

Y como el ratón se ha burlado de la señorita Minina, la señorita Minina se burla del ratón; eso no está bien.

Lo ata dentro de la gamuza y se pone a jugar con él como si fuese una pelota.

Pero se olvida del agujero de la gamuza. Y cuando la desata, ¡adiós ratón!

Se ha colado por el agujero y se ha ido corriendo, ¡y está bailando la jota encima del armario!

21 de Marzo, día de la poesía

 

Federico García Lorca, MARIPOSA

 

MARIPOSA DEL AIRE,

QUÉ HERMOSA ERES,

MARIPOSA DEL AIRE

DORADA Y VERDE,

LUZ DE CANDIL,

MARIPOSA DEL AIRE,

¡QUÉDATE AHÍ, AHÍ, AHÍ!…

NO TE QUIERES PARAR,

PARARTE NO QUIERES.

MARIPOSA DEL AIRE

DORADA Y VERDE.

LUZ DE CANDIL,

MARIPOSA DEL AIRE,

¡QUÉDATE AHÍ, AHÍ, AHÍ!…

¡QUÉDATE AHÍ!

MARIPOSA, ¿ESTÁS AHÍ?

 

 Juan Ramón Jiménez,  ROSA, POMPA, RISA

 

CON LA PRIMAVERA

MIS SUEÑOS SE LLENAN

DE ROSAS, LO MISMO

QUE LAS ESCALERAS

ORILLA DEL RÍO.

 

CON LA PRIMARVERA

MIS ROSAS SE LLENAN

DE POMPAS, LO MISMO

QUE LAS TORRENTERAS

ORILLA DEL RÍO.

 

CON LA PRIMAVERA

MIS POMPAS SE LLENAN

DE RISAS, LO MISMO

QUE LAS VENTOLERAS

ORILLA DEL RÍO.

 

 

 Rafael Alberti, PREGÓN

 

¡VENDO NUBES DE COLORES:

LAS REDONDAS, COLORADAS,

PARA ENDULZAR LOS CALORES!

 

¡VENDO LOS CIRROS MORADOS

Y ROSAS, LAS ALBORADAS,

LOS CREPÚSCULOS DORADOS!

 

¡EL AMARILLO LUCERO,

COGIDO A LA VERDE RAMA

DEL CELESTE DURAZNERO!

 

¡VENDO LA NIEVE, LA LLAMA

Y EL CANTO DEL PREGONERO!

 

 Gloria Fuertes, CÓMO SE DIBUJA UN NIÑO

 

PARA DIBUJAR UN NIÑO HAY QUE HACERLO CON CARIÑO,

PINTARLE MUCHO FLEQUILLO,

-QUÉ ESTÉ COMIENDO UN BARQUILLO;

MUCHAS PECAS EN LA CARAQUE SE NOTE QUE ES UN PILLO;

-PILLO RIMA CON FLEQUILLO Y QUIERE DECIR TRAVIESO-.

CONTINUEMOS EL DIBUJO: REDONDA CARA DE QUESO.

COMO ES UN NIÑO DE MODA, BEBE JARABE CON SODA.

LLEVA PANTALÓN VAQUERO CON UN HERMOSO AGUJERO;

CAMISETA AMERICANA Y UNA GORRITA DE PANA.

LAS BOTAS DE FUTBOLISTA-PORQUE CHUTANDO ES ARTISTA-.

SE RÍE CONTINUAMENTE, PORQUE ES MUY INTELIGENTE.

DEBAJO DEL BRAZO UN CUENTO POR ESO ESTÁ CONTENTO.

PARA DIBUJAR UN NIÑO HAY QUE HACERLO CON CARIÑO.

 

 

Texto número 1: L. F. Frank Baum,

“El maravilloso mago de Oz”. (año de publicación 1900)

Capítulo 1: El ciclón

 

Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco —pequeño y oscuro— se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso.

Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones y que parecía juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba. Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita; pero el sol y los vientos también la habían cambiado, robando el brillo de sus ojos, que quedaron de un gris plomizo, y borrando el rubor de sus labios y mejillas, los que poco a poco fueron adquiriendo la misma tonalidad imperante en el lugar. Ahora era demasiado enjuta y jamás sonreía. Cuando Dorothy quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em solía sobresaltarse tanto de sus risas que lanzaba un grito y se llevaba la mano al corazón cada vez que llegaba a sus oídos la voz de la pequeña, y todavía miraba a su sobrina con expresión de extrañeza, preguntándose qué era lo que la hacía reír.

Tampoco reía nunca el tío Henry, quien trabajaba desde la mañana hasta la noche e ignoraba lo que era la alegría. Él también tenía una tonalidad grisácea, desde su larga barba hasta sus rústicas botas, su expresión era solemne y dura. Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de tornarse tan opaca como el medio ambiente en que vivía. Toto no era gris; era un perrito negro, de largo pelaje sedoso y negros ojillos que relucían alegres a ambos lados de su cómico hocico. Toto jugaba todo el día y Dorothy le acompañaba en sus juegos y lo quería con todo su corazón. Empero, ese día no estaban jugando. El tío Henry se hallaba sentado en el umbral y miraba al cielo con expresión preocupada, notándolo más gris que de costumbre. De pie a su lado, con Toto en sus brazos, Dorothy también observaba el cielo. La tía Em estaba lavando los platos.

Desde el lejano norte les llegaba el ronco ulular del viento, y tío y sobrina podían ver las altas hierbas inclinándose ante la tormenta. Desde el sur llegó de pronto una especie de silbido agudo, y cuando volvieron los ojos en esa dirección vieron que también allí se agitaban las hierbas. El viejo se levantó de pronto.

—Viene un ciclón, Em —le gritó a su esposa—. Iré a ocuparme de los animales. Y echó a correr hacia los cobertizos donde estaban las vacas y caballos.

La tía Em dejó su trabajo para salir a la puerta, desde donde vio con una sola ojeada el peligro que corrían.

—¡Aprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al sótano!

Toto saltó de entre los brazos de la niña para ir a esconderse bajo la cama, y Dorothy se dispuso a seguirlo, mientras que la tía Em, profundamente atemorizada, abría la puerta trampa y descendía al oscuro refugio bajo el piso. Al fin logró Dorothy atrapar a Toto y se volvió para seguir a su tía; pero cuando se hallaba a mitad de camino arreció de pronto el vendaval y la casa se sacudió con tal violencia que la niña perdió el equilibrio y tuvo que sentarse en el suelo. Entonces ocurrió algo muy extraño. La vivienda giró sobre sí misma dos o tres veces y empezó a elevarse con lentitud hacia el cielo. A Dorothy le pareció como si estuviera ascendiendo en un globo.

Los vientos del norte y del sur se encontraron donde se hallaba la casa, formando allí el centro exacto del ciclón. En el vórtice o centro del ciclón, el aire suele quedar en calma, pero la gran presión del viento sobre los cuatro costados de la cabaña la fue elevando cada vez más, y en lo alto permaneció, siendo arrastrada a enorme distancia y con tanta facilidad como si fuera una pluma.

Reinaba una oscuridad muy densa y el viento rugía horriblemente en los alrededores, pero Dorothy descubrió que la vivienda se movía con suavidad. Luego de las primeras vueltas vertiginosas, y después de una oportunidad en que la casa se inclinó bastante, tuvo la misma impresión que debe sentir un bebé al ser acunado.

A Toto no le gustaba todo aquello y corría de un lado a otro de la habitación, ladrando sin cesar; pero Dorothy se quedó quieta en el piso, aguardando para ver qué iba a suceder.

En una oportunidad el perrillo se acercó demasiado a la puerta abierta del sótano y cayó por ella. Al principio pensó la niña que lo había perdido; pero a poco vio una de sus orejas que asomaba por el hueco, y era que la fuerte presión del huracán lo mantenía en el aire, de modo que no podía caer. La niña se arrastró hasta el agujero, atrapó a Toto por la oreja y lo arrastró de nuevo a la habitación después de cerrar la puerta trampa a fin de que no se repitiera el accidente. Poco a poco fueron pasando las horas y Dorothy se repuso gradualmente del susto; pero se sentía muy solitaria, y el viento aullaba a su alrededor con tanta fuerza que la niña estuvo a punto de ensordecer. Al principio habíase preguntado si se haría pedazos cuando la casa volviera a caer; mas a medida que transcurrían las horas sin que sucediera nada terrible, dejó de preocuparse y decidió esperar con calma para ver qué le depararía el futuro. Al fin se arrastró hacia la cama y se acostó, mientras que Toto la imitaba e iba a tenderse a su lado.

A pesar del balanceo de la cabaña y de los aullidos del viento, la niña terminó cerrando los ojos y se quedó profundamente dormida.

 

 

 

Texto número 2: Gianni Rodari,

“Cuentos por teléfono” (año de publicación 1962)

Capítulo 1: El caramelo instructivo

 

En el planeta Bih no hay libros. La ciencia se vende y se consume en botellas.

La historia es un líquido colorado como una granada; la geografía, un líquido color verde menta; la gramática es incolora y sabe a agua mineral.  No hay escuelas;  se estudia en casa. Los niños, según la edad, han de tomarse cada mañana un vaso de historia, algunas cucharadas de aritmética, etc,…

¿Vais a creerlo?  Son caprichosos igualmente.

  • Vamos, sé bueno –  dice mamá  -, no sabes lo rica que está la zoología. Es dulce, dulcísima. Pregúntaselo a Carolina  – que es el robot  electrónico de servicio.

Carolina se ofrece generosamente para probar antes el contenido de la botella. Se echa un poquito en el vaso, se lo toma y lo paladea:

  • ¡Huy! , ya lo creo que está rica – exclama.

E inmediatamente comienza a recitar la lección de zoología:

  • “La vaca es un cuadrúpedo rumiante que se alimenta de hierba y nos proporciona el chocolate con leche”.
  • ¿Has visto? – pregunta mamá, triunfante.

El pequeño colegial se queja. Todavía sospecha que no se trate de zoología, sino de aceite de hígado de bacalao. Luego se resigna, cierra los ojos y engulle su lección de un solo trago.Aplausos

Naturalmente también hay , cómo es lógico, algunos colegiales diligentes y estudiosos: es más, golosos. Se levantan por la noche a tomarse a escondidas la historia-granada y se beben hasta la última gota del vaso. Se vuelven muy sabios

Para los niños de los parvularios hay caramelos instructivos: tienen sabor de fresa, de piña, de cereza y contienen algunas poesías fáciles de recordar, los nombres de los días de la semana y la numeración hasta  diez.

Un amigo mío cosmonauta me ha traído uno de estos caramelos como recuerdo. Se lo ha dado a mi pequeña e inmediatamente ha empezado a recitar una poesía cómica en el idioma del planeta  Bih, que decía más o menos:

anta anta pero pero

penta pinta pim peró

y yo no me he enterado de nada.

 

 

Texto número 6: J. W, Grimm, “Cuentos de niños y del hogar” (año de publicación 1812)

La brizna de paja, el carbón y el haba

 

En una aldea vivía una pobre mujer anciana que consiguió reunir unas pocas habas para comer y quiso prepararlas.  Encendió, pues, fuego en su fogón, y para que ardiera con más rapidez lo hizo con un puñado de paja.  Cuando echó en la ollita las habas se le cayó una sin que se diera cuenta, yendo a parar al suelo junto a una brizna de paja, y poco después saltó también un carbón encendido junto a las dos.  Entonces comenzó a hablar la brizna de paja y dijo:

-Queridas amigas, ¿de dónde venís?

Respondió el carbón:

-Afortunadamente me he librado del fuego, y si no lo hubiera hecho por la fuerza, hubiese tenido una muerte segura, me hubiera convertido en ceniza.

El haba dijo:

-Yo también he salido bien parada, pues si me hubiese metido la anciana en la olla me hubiese cocido sin piedad hasta hacerme puré, como mis compañeras.

-No hubiera corrido yo mejor suerte- dijo la paja-; la anciana ha hecho convertirse a todas mis hermanas en fuego y humo.  Ha cogido a sesenta de una vez y las ha matado. Afortunadamente me escurrí entre sus dedos.

 

-¿Qué podemos hacer ahora?- dijo el carbón.

-Yo creo- dijo el haba- que, ya que hemos escapado felizmente de la muerte, debemos comportarnos como buenos camaradas y, para que aquí no nos pase otra desgracia, debemos partir juntos y trasladarnos a otro país.

La sugerencia agradó a los otros dos y se pusieron juntos de camino. Poco después llegaron a un arroyuelo y, como no había puente ni sendero, no sabían cómo atravesarlo. La paja tuvo una buena idea, y dijo:

-Me vos a colocar atravesada y así podéis pasar sobre mí como si fuera un puente.

La brizna de paja se estiró de una a otra orilla y el carbón, que era de naturaleza fogosa, iba a pasitos cortos, alegremente, por el puente recién construido. Cuando llegó a la mitad y oyó el murmullo del agua, le entró miedo, se quedó quieto y no se atrevió a seguir adelante… Entonces la paja comenzó a arder, se partió en dos pedazos y se cayó al arroyo; el carbón resbaló, siseó al llegar al agua y entregó su espíritu. El haba, que precavidamente se había quedado en la orilla, empezó a reírse de lo que había visto, no pudo para de reír, y lo hizo con tantas fuerzas que estalló.  También hubiera estado perdida si, por suerte, un sastre que andaba recorriendo mundo, no se hubiera sentado a descansar en el arroyo. Como era un hombre de buen natural, cogió aguja e hilo y la cosió. El haba le dio las más efusivas gracias, pero como él había

 

utilizado hilo negro, desde entonces todas las habas tienen una costura negra.

 

 

Texto número 5: Robert L. Stevenson, “La Isla del Tesoro” (año de publicación 1882)

Capítulo 1 (fragmento):  El viejo lobo de mar en el Almirante Benbow.

 

El Squire Trelawney,  el doctor Livesey y los demás me han encargado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, de cabo a rabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición dela isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17…, y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño dela posada del Almirante Benbow, y en que un viejo navegante, de moreno y curtido rostro cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.

Recuerdo como si fuera ayer el día en que llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, en una carretilla, su cofre de marinero.  Era un hombretón alto, recio, pesado, muy bronceado; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada que cruzaba una de sus mejillas le había dejado un costurón lívido, de sucia blancura.  Aún me parece que lo estoy viendo mirar en torno de la enseñada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que tantas veces cantaría después:

¡Quince hombres en el cofre del muerto

Yo-jo-jó, y una botella de ron!

 

con aquella voz alta y cascada que parecía haber sido a un tiempo afinada y quebrada en las barras del cabrestante.  Después llamó a la puerta con una especie de bastón que llevaba, semejante a un espeque, y cuando acudió mi padre, pidió con tono destemplado un vaso de ron.  Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como buen catador, paladeándolo sin prisa y sin dejar de mirar los acantilados y la enseña que colgaba sobre la puerta.

-Buena caleta esta-dijo por fin-, y la taberna está bien situada.  ¿Mucha compañía por aquí, jefe?

Mi padre respondió que no:  poca concurrencia, por desgracia.

-Bueno, entonces aquí echo el amarre. ¡Eh, colega!- gritó al que empujaba la carretilla-.  Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre.  Me quedo aquí unos días-continuó-. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel promontorio de allá arriba, para ver salir los barcos.  ¿Qué cómo me han de llamar? Llámenme capitán.  ¡Ah!, ya veo claro detrás delo que anda…¡Ahí va!-y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo esto-dijo imperioso y altivo como un gran almirante.

Y, en verdad, mala como era su ropa y aunque se expresaba toscamente, no tenía la apariencia de un simple marinero, sino la de un piloto o patrón acostumbrado a golpear si no s ele obedecía.  El hombre que empujaba la carretilla nos dijo que aquella mañana se había apeado de la diligencia en el Royal George y que allí había preguntado qué posadas había a lo largo de la costa;  y habiendo

 

oído, según me figuro, buenas referencias de la nuestra y que era solitaria, la había preferido para establecer su residencia.  Y eso fue todo lo que pudimos saber de nuestro huésped.

Era un hombre habitualmente muy reservado.  Todo el día vagabundeaba en torno de la caleta o por los acantilados, con un catalejo de latón;  y toda la velada se la pasaba sentado en un rincón  de la taberna junto al fuego, bebiendo ron muy fuerte con agua.  Casi nunca respondía cuando se le hablaba; se limitaba a erguir de pronto la cabeza y resoplar por la nariz como sirena de niebla; y tanto nosotros como la gente que frecuentaba la casa aprendimos pronto a no meternos con él.  Todos los días, al regreso de su paseo, preguntaba si había pasado por  la carretera algún hombre de mar.  Creíamos al principio que lo hacía porque echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero al fin caímos en la cuenta de que lo que trataba era de esquivarla.  Cuando algún navegante se alojaba en el Almirante Benbow (como ocurría de vez en cuando con los que iban a Bristol por la costa) lo observaba, antes de entrar en la sala, por entre las cortinas de la puerta; y era cosa segura que siempre permanecía callado como un muerto en presencia del forastero.  Para mí, al menos, no había secreto en ello, pues era yo partícipe den cierto modo de sus alarmas.  En cierta ocasión me había llevado aparte y prometió darme cuatro peniques de plata el primero de cada mes “solo por estar ojo avizor” y darle aviso tan pronto como viera aparecer a “un marinero con una sola pierna”.  Muchas veces, al llegar el día convenido y pedirle mi salario, se contentaba con darme un bufido y mirarme con tal cólera que me obligaba a bajar los ojos, pero no dejaba de pasar

 

la semana sin pensarlo mejor y acababa  por traerme mi pieza de cuatro peniques y repetir el encargo de estar alerta al “marinero con una sola pierna”……

 

Texto número 7 : Marc Twain, “Las aventuras de Tom Sawyer” (año de publicación 1876)

Capítulo 6

 

La mañana del siguiente día, lunes, encontró a Tom Sawyer afligido. Todos los lunes por la mañana estaba siempre así, porque era el comienzo de otra semana de lento sufrir en la escuela. Su primer pensamiento en esos días era lamentar que se hubiera interpuesto un día festivo, pues eso hacía más odiosa la vuelta a la esclavitud.

 

Tom se quedó pensando que si hubiera despertado enfermo; tendría excusas para no ir a la escuela. Había allí una vaga  posibilidad. Pasó revista a su organismo. No aparecía enfermedad alguna, y lo examinó de nuevo. Esta vez creyó que podía barruntar ciertos síntomas de cólico, y comenzó a alentarlos con grandes esperanzas. Pero los dolores se fueron debilitando y desaparecieron poco a poco. Volvió a reflexionar. De pronto hizo un descubrimiento: se le movía un diente. Era una circunstancia feliz; y estaba a punto de empezar a quejarse, «para dar la alarma», como él decía, cuando se le ocurrió que si acudía ante el tribunal con aquel argumento, su tía se lo arrancaría, y eso le iba a doler. Decidió, pues, dejar el diente en reserva por entonces, y buscar por otro lado. Nada se ofreció por el momento, pero después se acordó de haber oído al médico hablar de una cierta cosa que tuvo a un paciente en cama dos o tres semanas y le puso en peligro de perder un

 

 

dedo. Sacó de entre las sábanas un pie, en el que tenía un dedo enfermo, y procedió a inspeccionarlo; pero se encontró con que no conocía los síntomas de la enfermedad. Le pareció, sin embargo, que valía la pena intentarlo, y rompió a sollozar con gran energía. Pero Sid continuó dormido, sin oírlo.

 

Tom sollozó con más bríos, y se le figuró que empezaba a sentir dolor en el dedo enfermo. Pero ningún efecto hizo en Sid.

Tom estaba ya jadeante de tanto esfuerzo. Se tomó un descanso, se proveyó de aire hasta inflarse, y consiguió lanzar una serie de quejidos admirables. Sid seguía roncando y Tom cada vez más indignado.

Le sacudió, gritándole:

«¡Sid, Sid!».

Este método dio resultado, y Tom comenzó a sollozar de nuevo. Sid bostezó, se desperezó, después se incorporó sobre un codo, dando un relincho, y se quedó mirando fijamente a Tom, que siguió sollozando. -¡Tom! ¡Oye, Tom! -le gritó Sid. No obtuvo respuesta.

-Tom! ¡Oye! ¿Qué te pasa?

y se acercó a él, sacudiéndole y mirándole la cara ansiosamente.

-¡No, Sid, no! -gimoteó Tom-. ¡No me toques!

-¿Qué te pasa? Voy a llamar a la tía.

-No, no importa. Ya me pasará. No llames a nadie.

-Sí, tengo que llamarla. No llores así, Tom, que me da miedo. ¿Cuánto tiempo hace que estás así?

-Horas. ¡Ay! No me muevas, Sid, que me matas.

-¿Por qué no me llamaste antes? ¡No, Tom, no! ¡No te quejes así, me pones la carne de gallina!

 

-Todo te lo perdono, Sid. -Quejido-. Todo lo que me has hecho. Cuando me muera…

-Tom! No te mueres, ¿verdad? ¡No, no! Acaso…

-Perdono a todos, Sid. Díselo. -Quejido-. Y Sid, le das mi falleba y mi gato tuerto a esa niña nueva que ha venido al pueblo, y le dices…

Pero Sid recogió algo para echarse encima y se fue. Tom estaba sufriendo ahora de veras -con tan buena voluntad estaba trabajando su imaginación-, y así sus gemidos habían llegado a adquirir un tono genuino. Sid salió volando por la escalera y gritó:

-¡Tía Polly, corra! ¡Tom se está muriendo!

-¡Pamplinas! No lo creo.

Pero corrió escalera arriba, con Sid y Mary a la zaga. Y había palidecido, además, y le temblaban los labios. Cuando llegó al lado de la cama, dijo, sin aliento:

-¡Tom! ¿Qué es lo que te pasa?

-¡Ay, tía, estoy…!

-¿Qué tienes? ¿Qué es lo que tienes?

-¡Ay, tía, tengo el dedo del pie irritado!

La anciana se dejó caer en una silla y río un poco, lloró otro poco y después hizo ambas cosas a un tiempo. Esto la tranquilizó y dijo:

-¡Tom, qué momento me has hecho pasar!… Ahora, basta de tonterías y a levantarse.

 

Texto número 8: Miguel Delibes, “La bruja Leopoldina y otras historias reales” (escrito en 1939)

La bruja Leopoldina.

 

Existió una bruja muy dañina que llevaba por nombre Leopoldina.

Todas las noches, a eso de las doce, sin oírse el más leve roce,

y con grandes pantuflas a la moda, levantaba su vuelo con la escoba.

Al llegar a una casa muy hermosa rodeada de rosas:

– “¡Adentro, mi escobita! ¡Arrea!

– ¡Entra por la chimenea!”.

De esta manera la bruja decía y la escobita fiel la obedecía…

 

… como un perro de presa, y se colaba, hasta aterrizar encima de una mesa.

Una vez abajo, la bruja se apeaba y toda la casa deprisa fisgaba

y las cosas que encontraba de algún valor las iba cargando en su fiel escobón.

Cuando ya tenía su buen montoncito abandonaba la casa por igual camino.

Como quiera que este hecho repetía a la misma hora durante tres días,

alarmóse la dueña de la casa y Perico se dijo: “A ver qué pasa “.

 

Era una noche oscura como el negro; gemía el viento del tejado en el alero;

las nubes bailaban alocadas danzas sin que Perico perdiera la esperanza.

Dos horas hacía que esperaba oculto el regreso del autor del hurto;

 

y no se equivocó. Daban las doce cuando se oyó en la chimenea el roce

de alguien que bajaba poco a poco cantando y riendo como un loco.

Desde la puerta espiaba el chico……y vio a la vieja de los pies hasta los rizos.

Teniendo una idea salvadora corrió enseguida al cuarto de Amadora.

Tomó una goma larga, fuerte y gruesa, y subiendo por encima de las tejas

al pararrayos sujetó un extremo. De esta manera le preparó el anzuelo.

 

Sobre la chimenea Periquito hizo con mucho arte un nudo corredizo,

de tal modo que al salir la bruja se quedase enganchada, por granuja.

Leopoldina, sin sospechar nada, se acercó, como siempre, muy ufana.

Recogió tantas cosas como pudo y hasta intención de llevarse al gato tuvo,

mas pensando que ya era mucha carga prefirió seguir comiendo carne amarga.

Y así se sentó en su escoba, como siempre, rechinando de gusto con los dientes,

y tomando carrera por la estancia subió por la chimenea a toda marcha…

 

De pronto, ¿qué era aquello que la tenía agarrada por el cuello?:

– “¡Por Satanás! ¡Una goma!

– ¡Arrea, escoba!”

Pero tanto tiró la desdichada, que la bruja hacia abajo fue arrastrada,

y según Periquito calculó en el pararrayos la bruja se enganchó.

 

Sin que crean ustedes que esto es coba,

sigue volando aún fiel la escoba.

 

 

 

Texto número 9: Lewis Carroll, “Alicia en el país de las maravillas” (año de publicación 1865)

Capítulo 5 (fragmento I): Consejos de una oruga

 

 

La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio.  Por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.

-¿Quién eres tú?- le preguntó.

No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación.  Alicia contestó un poco intimidada:

-Apenas sé, señora, lo que soy en este momento…Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.

-¿Qué quieres decir con eso?- preguntó la Oruga con severidad-. ¡A ver si te aclaras contigo misma!

-Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora-dijo Alicia-, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.

-No veo nada-protestó la Oruga.

-Temo no poder explicarlo con más claridad-insistió Alicia con voz amable-, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.

 

-No resulta nada-replicó la Oruga.

-Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido, pero, cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?

-Ni pizca-declaró la Oruga.

-Bueno, quizás los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro que a mí me parecería muy raro.

-¡A ti!- dijo la Oruga con desprecio.- ¿Quién eres tú?

Con lo cual volvía al principio de la conversación.  Alicia empezaba a sentirse molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:

-Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es.

-¿por  qué?- inquirió la Oruga.

Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.

-¡Ven aquí!-la llamó la Oruga a sus espaldas-.¡Tengo algo importante que decirte!

 

Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.

-¡Vigila ese mal genio!- sentenció la Oruga.

-¿Eso es todo?- preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.

-No- dijo la Oruga.

Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena.  Durante unos minutos la Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos y volvió a sacarse la pipa de la boca:

-Así que tú crees haber cambiado, ¿no?

-Mucho me temo que sí, señora.  No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.

-No te acuerdas ¿de qué cosas?

-Bueno, intenté recitar “La cigarra y la hormiga”, ¡pero todo me salió al revés!- contestó Alicia con tristeza.

-A ver recítame “Sois viejo, padre Guillermo”- ordenó la Oruga.

Alicia cruzó los brazos y empezó:

 

 

“Sois viejo, padre”, dijo el joven,

“vuestro cabello es ya de nieve,

¿no os da vergüenza a vuestra edad

estar cabeza abajo siempre?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

“temí que me dañase el seso,

pero no tengo ahora seso alguno

y hago ya cuanto me apetece.”

“Sois viejo, padre”, insistió el joven,

“vuestra gordura es imponente,

¿cómo dais tantas volteretas

como si fuerais mozalbete?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

“me froté bien con este ungüento,

solo valía dos reales

y su eficacia es un portento.”

“Sois viejo padre”, insistió el joven,

 

“vuestras mandíbulas son débiles,

¿cómo podéis comer un ganso

sin que se caigan vuestros dientes?”

“Cuando era joven”, dijo el padre,

Con mi mujer discutí siempre,

y así la boca se me hizo

para una larga vida fuerte.”

“Sois viejo padre”, insistió el joven,

“sin duda vista habéis perdido,

¿cómo hacéis, pues, con una anguila

en la nariz mil equilibrios?”

“He respondido tus preguntas,

tu necedad me tiene harto,

cállate ya o una patada

te hará rodar pendiente abajo.”

-Eso no está bien-dijo la Oruga.

-No, me temo que no está del todo bien- reconoció Alicia con timidez-. Algunas palabras me han salido equivocadas.

 

 

Texto número 10: Juan Ramón Jiménez, “Platero y yo” (año de publicación 1914)

Capítulo 1: Platero

 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto, y se al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideas…

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel…

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro como de piedra.  Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: – Tien´ asero…

Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

 

Texto número 11: Miguel de Cerventes.  “Las ilustre fregona” (año de publicación 1613)

Fragmento de “La ilustre fregona”

 

Hace mucho tiempo vivían en la noble y famosa ciudad de Burgos dos ricos e importantes caballeros llamados don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño. Don Diego tuvo un hijo al que puso su mismo nombre, y don Juan otro al que llamó Tomás.

 

Trece años o poco más tendría el joven Diego cuando decidió dejar a sus padres e irse a conocer el mundo viviendo como un pícaro. Los pícaros sufrían muchas privaciones, pero a cambio vivían una vida libre, y Diego estaba tan contento con esa libertad que no echaba de menos las comodidades de su casa. No le cansaba andar, y el frío y el calor le parecían fáciles de soportar. Para él todo el año era primavera, y dormía igual de bien sobre la paja de un mesón que en el colchón más mullido.

 

En los tres años que pasó fuera de su casa, Diego aprendió tantos trucos y artimañas que habría podido dar lecciones al mismísimo Guzmán de Alfarache, el más famoso de los pícaros. Era un pícaro poco común, virtuoso, limpio y bastante sensato. Aunque se codeaba con gente de la peor calaña, nunca dejó de ser generoso con sus camaradas. Pasó por todos los grados de la educación picaresca, comenzando por el de aprendiz, hasta que se graduó como maestro en las almadrabas de Zahara, donde se pescan los mejores atunes del mundo y se reúne la flor y nata de la picardía.

 

 

A las almadrabas de Zahara se las consideraba la mejor academia de la vida picaresca. Quien no hubiera pasado en ellas al menos dos veranos no podía decir que fuera un verdadero pícaro. Allí se jugaba a las cartas, se cantaba y se bailaba. Quien más, quien menos, todo el mundo robaba. Allí no hacía falta ninguna excusa para la juerga y el jaleo. Y sobre todo, se vivía en libertad. Cuando algún muchacho de buena familia se escapaba de su casa, sus padres solían ir a buscarlo a Zahara, pues lo más seguro era que lo encontraran allí. ¡Y qué desgraciado se sentía el hijo cuando lo obligaban a despedirse de aquella vida libre!

 

La única preocupación para la gente de las almadrabas era la amenaza de los piratas. La costa africana estaba muy próxima, y los piratas podían aparecer de repente y llevárselos en un instante. Por la noche, la gente de Zahara se refugiaba en las torres que defendían la costa y cerraba los ojos confiando en que los vigías mantuvieran los suyos bien abiertos. Pero a pesar de tales precauciones, más de una vez todos los que se habían echado a dormir en España amanecieron en otro lugar junto con los centinelas, las barcas y las redes de la almadraba.

 

El temor a los piratas no le impidió a Diego pasar tres veranos en Zahara dándose la buena vida. El último verano tuvo tanta suerte que ganó setecientos reales jugando a las cartas. Entonces decidió que había llegado el momento de volver a casa para ver a sus padres. Se despidió de sus amigos prometiéndoles que regresaría el verano siguiente, dijo adiós a las secas arenas de Zahara, que a

 

 

él le parecían tan verdes y frescas como el Paraíso terrenal, y echó a andar sin prisa, calzado con unas simples alpargatas.

 

Cuando llegó a Valladolid, decidió esperar unos días a que su piel recuperase la blancura, pues en aquel tiempo la tez bronceada no se consideraba propia de la gente de buena cuna. Luego, con el escaso dinero que le quedaba (pues se había gastado la mayor parte por el camino), cambió sus ropas de pícaro por otras de caballero, alquiló una mula y se dirigió a Burgos.

 

Texto número 12: Roald Dahl, “Las brujas” (año de publicación 1983)

Como reconocer a una bruja (fragmento)

La noche siguiente, después de bañarme, mi abuela me llevó otra vez al cuarto de estar para contarme otra historia.

-Esta noche- me dijo- voy a contarte cómo reconocer a una bruja cuando la veas.

-¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla?- pregunté.

-No- dijo-, no se puede.  Ese es el problema.  Pero puedes acertar muchas veces.

Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda, y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.

-En primer lugar- dijo-, una BRUJA DE VERDAD siempre llevará guantes cuando la veas.

-¿Seguro? ¿También en verano, cuando hace calor?

-Hasta en verano- contestó-. No tienen más remedio. ¿Quieres saber por qué?

-¿Por qué?

-Porque no tienen uñas.  En vez de uñas, tienen unas garras finas y curvas, como las de los gatos y llevan los guantes para ocultarlas.

 

Lo que pasa es que también muchas señoras respetables llevan guantes, sobre todo en invierno; así que eso no nos sirve de mucho.

-Mamá llevaba guantes.

-En casa, no- dijo la abuela-. Las brujas llevan guantes hasta en casa. Sólo se los quitan para acostarse.

-¿Cómo sabes todo eso, abuelita?

-No me interrumpas- dijo-. Entérate bien de todo.  La segunda cosa que debes recordar es que las BRUJAS DE VERDAD son siempre calvas.

-¿Calvas?- pregunté, asombrado.

-Calvas como un huevo duro- dijo la abuela.

Yo me quedé horrorizado. Había algo indecente en una mujer calva.

-¿Por qué son calvas, abuela?

-No me preguntes por qué- contestó ella, cortante-. Pero puedes creerme, en la cabeza de una bruja no crece ni un solo pelo.

-¡Qué horror!

-Asqueroso- dijo mi abuela.

-Si son calvas, será fácil distinguirlas.

-Nada de eso- dijo ella-. Una BRUJA DE VERDAD lleva siempre peluca para ocultar su calvicie. Lleva una peluca de primera calidad.

Y resulta casi imposible diferenciar una buena peluca del pelo natural, a menos que le des un tirón para ver si te quedas con ella en la mano.

-Entonces, eso es lo que tengo que hacer- aseguré.

-No seas tonto- dijo mi abuela-. No puedes ir por ahí tirándole del pelo a cada señora que encuentres, ni siquiera si lleva guantes. Tú inténtalo, y ya verás lo que te sucede.

-Así que eso tampoco ayuda mucho- dije.

-Ninguna de estas cosas sirve para nada por sí sola- dijo ella-. Sólo cuando se producen todas juntas empiezan a tener algo de sentido. Sin embargo- continuó-, estas pelucas les causan un problema bastante serio a las brujas.

-¿Qué problema, abuela?

-Hacen que el cuero cabelludo les pique terriblemente- contestó-. Verás, cuando una actriz lleva una peluca, o si tú o yo llevásemos una, nos la pondríamos sobre nuestro propio pelo; pero una bruja se la tiene que poner directamente sobre la cabeza pelada… Y la parte interior de una peluca es siempre muy áspera y rugosa. Les produce un picor espantoso y una irritación muy desagradable en la piel de la cabeza. Las brujas lo llaman “erupción de la peluca”, y pica rabiosamente.

-¿En qué otras cosas debo fijarme para reconocer a una bruja?- pregunté

-Fíjate e los agujeros de la nariz- dijo mi abuela…….

 

 

Texto número 13: Anónimo, “Lazarillo de Tormes” (año de publicación 1554)

Lazarillo de Tormes (fragmento)

 

Cierto día vagaba Lázaro por las calles toledanas, muy estrechas, empinadas y retorcidas, cuando se tropezó con un escudero que no tenía mal porte. Era un hombre flaco, alto, de simpático continente, cuyo vestido, sin ser nuevo ni lujoso, demostraba la posición desahogada de su dueño por su limpieza y buen estado. Iba el escudero aseadísimo, cuidadosamente peinado, y caminaba muy tieso, llevando el paso al compás y dándose importancia como un gran señor.

 

Al ver a Lázaro, que se estaba parado en medio de la calle y vacilaba entre si tomar por la derecha o volverse a la izquierda, le dijo:

– ¿Muchacho, tienes algo que hacer?

– Nada, señor – contestó el vagabundo.

– ¿Buscas amo? – volvió a preguntar el escudero.

– Sí que le busco y no le encuentro – dijo Lázaro.

– Pues, sígueme – continuó el desconocido; – yo te tomo a mí servicio, y da gracias a Dios de haberte topado conmigo, porque mejor amo no podías encontrar. Sin duda has rezado hoy una buena oración. ¡Anda, vámonos!

 

Echó a andar el escudero y le siguió Lázaro, muy contento de haber encontrado acomodo. Era de mañana, y recorrieron gran parte de la

 

ciudad cruzando muchas calles y plazas. En distintos sitios vio Lázaro que vendían pan, carne, huevos, jamones, longanizas y otras viandas. Estaba esperando que su nuevo amo se detuviera a comprar algo, pues cabalmente era la hora justa de hacer las provisiones para el día; pero el escudero seguía adelante,

muy a paso tendido, sin mirar siquiera aquellos ricos manjares.

– ¡Bah! – pensó Lázaro. – Es que no los halla a su gusto. Ya comprará cosa mejor en otra parte.

 

Pero siguieron andando hasta las once de la mañana, y el escudero no demostró interesarse lo más mínimo por aquellas cosas que encandilaban los ojos de su criado.

 

Por último, cuando a éste le flaqueaban ya las piernas de tanto rodar por las calles, entró el escudero en la catedral y se puso a oír misa con gran devoción. Lázaro hizo lo propio y asistieron después a otros oficios divinos, hasta que terminaron todos y se quedó la iglesia vacía de fieles. Entonces salió el escudero del templo y echó calle abajo, sin decir palabra. Lázaro le seguía muy contento, porque era ya la hora de comer y habíase hecho la siguiente

reflexión:

– Es seguro que mi nuevo amo tiene en su casa provisiones para varios días y una persona encargada de prepararlas. Voy a darme un banquete, pues me parece que llega a mi nariz el olorcillo de una comida suculenta.

 

 

 

 

Daba la una de la tarde cuando llegaron a una casa delante de cuya puerta se detuvo el escudero. Este se echó una punta de la capa

sobre el hombro, con ademán muy elegante, y sacó de una de sus mangas una llave, con la cual abrió la puerta.

 

Entraron. La casa tenía un zaguán muy obscuro y estrecho; seguía después un pequeño patio, y, finalmente, se encontraban las habitaciones, todas ellas completamente desnudas. Allí no había ni sillas, ni mesa, ni bancos, ni arcas ni nada. Lázaro no vio sino un poyo, especie de asiento de ladrillo, adosado a la pared.

 

Quitose el escudero la capa y dijo:

-¿Tienes las manos limpias, muchacho?

Lázaro contesto que sí, y entonces le mandó su nuevo amo que le ayudara a sacudir y doblar la capa, operación que hicieron entre los dos con mucho cuidado, como si aquella prenda hubiese sido de seda y bordada en oro. Dejaron la capa en el poyo, muy dobladita, y el escudero, sentándose junto a su capa, preguntó:

-Tú, mozo, ¿has comido ya?

-No, señor – contestó Lázaro.- No eran todavía las ocho de la mañana cuando tropecé con vuestra merced.

-Pues, aunque de mañana, yo había almorzado ya – dijo el escudero,- y siempre que almuerzo me estoy luego sin probar bocado hasta la noche. Pásate como puedas, que después cenaremos.

 

 

 

 

Lázaro estuvo a punto de desmayarse. ¡Qué amargo desengaño después de haber esperado con tanta ilusión un plato colmado de buenas viandas! Se le saltaron las lágrimas al pobre chico pensando que le perseguía la mala suerte y que una perspectiva de nuevos y crueles ayunos se le ofrecía en lo porvenir. Si desventurado y mísero era el clérigo de Maqueda, triste y muerto de hambre parecía el escudero toledano. ¿Podía darse más adversa fortuna?

– Señor – dijo Lazarillo, – mozo soy que no me fatigo mucho en comer, y tengo confianza en que me durará cien años la dentadura, pues apenas hago uso de ella. ¡Bendito Dios, que de mis ayunos bien puedo alabarme! Dudo de que ningún otro criado me aventaje en comer poco; todos los amos que he tenido han loado mucho mi sobriedad y abstinencia.

-Eso está muy bien-aprobó el escudero, – y siento que, por tu virtud, voy a quererte más. El hartarse no es propio de personas, sino de cerdos. Todos los hombres de bien se distinguen por comer poco y con regla.

 

Lázaro, aunque otra cosa demostrase, no estaba convencido de que el ayuno fuese una virtud necesaria como regla de buena vida.

«! Que te confunda el diablo! – pensaba.-Tú no comes porque no tienes, y el remedio que a mí me das para ti lo dejo.» Esto pensando, fue a sentarse en una piedra que había en la calle, junto a la puerta de la casa. Sacó de su faltriquera unos zoquetes de pan que le habían dado de limosna y se puso a comerlos con muy buen apetito.

 

 

Texto número 14: Roald Dahl, “Charlie y la fábrica de chocolate” (año de publicación 1964)

La fábrica del señor Willy Wonka (fragmento)

 

….. Y el abuelo Joe continuó:

-¿Quieres decir que nunca te he hablado del señor Willy Wonka y de su fábrica?

-Nunca- respondió el pequeño Charlie.

-¡Santísimo cielo! ¡No sé qué me ocurre!

-¿Me lo contarás ahora, abuelo Joe, por favor?

-Claro que sí. Siéntate en la cama junto a mí, querido niño, y escucha con atención.

El abuelo Joe era el más anciano de los 4 abuelos. Tenía 96 años y medio, y ésa es una edad bastante respetable para cualquiera. Era débil y delicado como toda la gente muy anciana y apenas hablaba a lo largo del día. Pero por las noches, cuando Charlie, su adorado nieto, estaba en la habitación parecía, de una forma misteriosa, volverse joven otra vez. Todo su cansancio desaparecía y se ponía tan ansioso y exaltado como un niño.

-¡Qué hombre es este señor Willy Wonka!- gritó el abuelo Joe-. ¿Sabías, por ejemplo, que él mismo ha inventado más de 200 nuevas clases de chocolatinas, cada una de ellas con un relleno diferente, cada una mucho más dulce, suave y deliciosa que cualquiera de las que puedan producir las demás fábricas de chocolate?

-¡Es la pura verdad!- gritó la abuela Josephine-. ¡Y las envía a todos los países del mundo! ¿No es así, abuelo Joe?

-Así es, querida mía, así es. Y también a todos los reyes y a todos los presidentes del mundo. Pero no sólo fabrica chocolatinas. ¡Ya lo creo que no! ¡El señor Willy Wonka tiene en su haber algunas invenciones realmente fantásticas! ¿Sabías que ha inventado un método para fabricar helado de chocolate de modo que éste se mantenga frío durante horas y horas sin necesidad de meterlo en la nevera? ¡Hasta puedes dejarlo al sol toda una mañana en un día caluroso y nunca se derretirá!

-¡Pero eso es imposible!- dijo el pequeño Charlie, mirando asombrado a su abuelo.

-¡Claro que es imposible!- exclamó el abuelo Joe-. ¡Es completamente absurdo! ¡Pero el señor Willy Wonka lo ha conseguido!

-¡Exacto!- asintieron los demás, moviendo afirmativamente la cabeza-. El señor Wonka lo ha conseguido.

-Y además- continuó el abuelo Joe, hablando ahora muy despacio para que Charlie no se perdiese ni una sola palabra-, el señor Willy Wonka puede hacer caramelos que saben a violetas, y caramelos que cambian de color cada 10 segundos a medida que se van chupando, y pequeños dulces ligeros como una pluma que se derriten deliciosamente en el momento en que te los pones en los labios. Puede hacer chicle que no pierde nunca su sabor, y globos de caramelo que puedes hinchar hasta hacerlos enormes antes de reventarlos con un alfiles y comértelos. Y, con una receta más secreta aún, puede confeccionar hermosos huevos con manchas negras, y cuando te pones uno de ellos en la boca, éste se hace cada vez más pequeño hasta que de pronto no queda nada de él excepto un minúsculo pajarillo de azúcar posado en la punta de tu lengua.

El abuelo Joe hizo una pausa y se relamió lentamente los labios.

-Se me hace la boca agua sólo de pensar en ello- dijo.

-A mí también- respondió el pequeño Charlie-. Pero sigue, por favor.

Mientras hablaban, el señor y la señora Bucket, el padre y la madre de Charlie, habían entrado silenciosamente en la habitación, y ahora estaban de pie junto a la puerta, escuchando.

-Cuéntale a Charlie la historia de aquel loco príncipe indio- pidió la abuela Josephine- Le gustará oírla.

-¿Te refieres al príncipe Pondicherry?- preguntó el abuelo Joe, y se echó a reír.

-¡Completamente loco!- dijo el abuelo George.

-Pero muy rico- añadió la abuela Georgina.

-¿Qué hizo?- preguntó Charlie ansiosamente.

-Escucha- dijo el abuelo Joe- y te lo contaré.

 

 

Texto número 15: Rudyard Kipling, “El libro de la selva” (año de publicación 1894)

El libro de la selva (fragmento)

 

Ahora tendréis que conformaros con un salto de diez u once años y simplemente imaginar la vida tan maravillosa que tuvo Mowgli entre los lobos, porque, si estuviera escrita, llenaría libros y libros. Creció con los lobeznos, aunque éstos se hicieron adultos mientras él seguía siendo un niño, y Padre Lobo le enseñó sus obligaciones y el significado que tienen las cosas en la Selva; hasta que cada roce entre las hierbas, cada bocanada del aire cálido de la noche, cada nota que soltaban los búhos sobre su cabeza, cada arañazo de las garras de un murciélago al descansar un rato en un árbol, y cada chapoteo de un pececillo dando saltos en el remanso de un río, tenían para él la misa importancia que el trabajo en la oficina tiene para un hombre de negocios.  Cuando no estaba aprendiendo, se sentaba al sol y dormía, y comía y volvía a dormir; cuando se sentía sucio o tenía calor, nadaba en las lagunas del bosque; y cuando quería miel (Baloo le había dicho que la miel y las nueces estaban tan buenas como la carne cruda) trepaba para cogerla, y fue Bagheera quien le enseñó a hacerlo. Ésta se tumbaba en una rama y decía: “venid aquí, Hermanito”, y al principio Mowgli se agarraba con la torpeza del perezoso, pero acabó lanzándose entre las ramas con la misma valentía que el mono gris. También ocupó su puesto en el Consejo de la Roca cuando se reunía la Manada, y allí descubrió que, si miraba fijamente a cualquier lobo, éste

 

acababa bajando la vista, y le divertía mucho hacerlo. Otras veces sacaba largas espinas de las plantas de las patas de sus amigos, pues los lobos sufren terriblemente con las espinas que se les clavan en la piel. De noche, bajaba la cuesta hasta las tierras de cultivo, y miraba con mucha curiosidad a los aldeanos en sus chozas, pero desconfiaba de los hombres, porque Bagheera le había enseñado una caja cuadrada con una puerta que se cerraba de golpe, oculta en la Selva de forma tan astuta que él estuvo a punto de caer en ella, y le había dicho que era una trampa. Lo que más le gustaba era ir con Bagheera al calor y la oscuridad del corazón de la Selva, dormir durante toda la modorra del día, y ver cómo cazaba Bagheera por la noche.

 

Texto número 16: Johana Spyri, “Heidi ” (año de publicación 1880)

Capítulo 3: Una  jornada en los Alpes.

 

Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos vio que el sol penetraba por la pequeña ventana y daba de lleno sobre su lecho, arrancando dorados destellos de la masa de heno que  la circundaba. Heidi miró a  su alrededor, asombrada de cuanto veía, porque no recordaba donde se hallaba. Mas al oír la voz profunda de su abuelo que hablaba con alguien delante de la casa, todo lo sucedido el día anterior volvió de pronto a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, el día que había pasado en la casita del abuelo. Sintió una gran alegría al pensar  que ya no viviría con la vieja Ursula, que estaba ya muy viejecita, tenía siempre frío y se pasaba el día en la cocina, obligando a la niña a permanecer a su lado sin dejar que se alejara mucho para no perderla de vista. La costumbre de permanecer siempre encerrada en la casa había hecho nacer en ella un vivo deseo de corretear libre por las calles y los campos. Por eso se sentía llena de felicidad al despertarse en otra cosa, al recordar todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y pensar en lo que aún vería y, sobre todo, en que podría jugar con  Diana y Blanquita, las cabras de su abuelito.

Heidi saltó de la cama y se vistió en pocos minutos. Sin tardanza bajó la escalera y salió de la casita. Delante de ella estaba Pedro, el pequeño pastorcillo de cabras con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras.

 

 

Heidi corrió al encuentro de éstas para darles los buenos días al mismo tiempo que a su abuelo.

  • ¿Quieres ir a los pastos?- le preguntó el abuelo.

Heidi al oír la proposición, saltó de alegría.

-¡Pues entonces ve a lavarte para que estés bien limpia!,  de lo contrario el sol, al verte sucia, se burlará de ti. Ahí tienes un cubo lleno de agua.

Heidi se dirigió inmediatamente al cubo de agua que se hallaba cerca de la puerta y que había sido caldeado por el sol, y empezó a lavarse y a frotarse el rostro con ardor.

Entretanto, el abuelo había entrado en la cabaña y, a poco, llamó a Pedro.

  • ¡Ven aquí general en jefe de las cabras! Trae tu zurrón.

Pedro contemplaba con ojos asombrados la cantidad de comida destinada a Heidi, el doble de la que él llevaba para sí.

– Debes llevarte también un tazón, porque la pequeña no sabe beber como tú directamente de las ubres de las cabras. Tú le ordeñarás dos tazones de leche al mediodía, porque Heidi irá contigo y permanecerá a tu lado hasta que vuelvas a la noche. Y ten cuidado de que no se caiga por algún precipicio. ¿Has entendido?

En aquel momento Heidi entró corriendo:

 

-Abuelito, ¿se reirá ahora el sol de mí?- preguntó muy preocupada.

Por miedo a las burlas del sol, la pequeña se había frotado el rostro, el cuello y los brazos con una tela gruesa que encontró junto al cubo, y tenía la piel enrojecida. El abuelo sonrió, y después de calmar los temores de la niña, añadió:

-A la noche cuando regreses, tendrás que meterte entera en el cubo, como si fueras un pez, porque cuando se anda con los pies desnudos como las cabras, se ponen muy sucios. Y ahora, ¡en marcha!

 

 

 

 

Texto número 17:  Gustavo Adolfo Bécquer  “Leyendas aragonesas y sorianas “  (año de publicación 1864)

Leyenda Aragonesa: El gnomo

 

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza. Volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas, cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.

Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.

 

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.

 

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:

-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.

 

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.

 

– Es , -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona -,  que el señor cura acaso no sabría dároslo en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.

 

Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.

 

 

 

-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?… -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al

 

camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?

 

-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo  encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.

 

El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?

 

– Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero

 

no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo. En sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y

 

hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos.  Son los gnomos.

 

 

Texto número 18: Goscinny-Sempé, “El pequeño Nicolás” (año de publicación 1959)

Rex  (fragmento)

 

Al salir de la escuela he seguido a un perrito. Tenía pinta de perdido, el perrito, estaba completamente solo y me dio mucha pena. Pensé que el perrito estaría encantado de encontrar un amigo  las pasé moradas para atraparlo. Como el perrito no tenía pintas de morirse de ganas de venir conmigo, debía desconfiar, le ofrecí la mitad de mi bollo de chocolate, y el perro se lo comió y se puso a menear el rabo en todos los sentidos, y yo le llamé Rex, como en una película policiaca que había visto el jueves pasado.

Después del bollo, que Rex se comió casi tan deprisa como lo habría hecho Alcestes, un compañero que come sin parar, Rex me siguió muy contento. Pensé que sería una buena sorpresa para papá y mamá cuando yo llegar con Rex a casa. Y después le enseñaría a Rex a hacer gracias, guardaría la casas y también me ayudaría a encontrar bandidos, como en la película del jueves pasado.

Pues bien, estoy seguro de que no me creeréis: cuando llegué a casa mamá no se puso muy contenta al ver a Rex, no se puso nada contenta. Hay que decir que parte de la culpa la tuvo Rex. Entramos en el salón y llegó mamá, me besó, me preguntó si todo había ido bien en la escuela, si no había hecho tonterías, y después vio a Rex y se puso a gritar:  -¿Dónde has encontrado a ese animal?

 

Yo empecé a explicar que era un pobre perrito perdido que me ayudaría a detener a montones de bandidos, pero Rex, en vez de quedarse quieto, saltó a un sillón y empezó a morder el cojín. ¡Y era el sillón donde papá no tiene derecho a sentarse, salvo si hay invitados!

Mamá continuó chillando, me dijo que me tenía prohibido traer animales a casa (y es cierto, mamá me lo prohibió la vez que llevé un ratón), que era peligroso, que ese perro podría tener la rabia, y que me daba un minuto para sacar al perro de casa.

Me las vi negras para decidir a Rex a que soltara el cojín del sillón, y además se quedó con un trozo entre los dientes; no comprendo cómo le gusta eso a Rex. Después salí al jardín, con Rex en brazos. Yo tenía muchas ganas de llorar, de modo que eso es lo que hice. No sé si Rex estaba también triste, estaba demasiado ocupado escupiendo trocitos de lana del cojín.

Papá llegó y nos encontró a los dos sentados ante la puerta, yo llorando y Rex escupiendo.

-Bueno- dijo papá-, ¿qué pasa aquí?

Entonces le expliqué a papá que mamá no quería a Rex, y que Rex era mi amigo y yo era el único amigo de Rex, y que  él me ayudaría a encontrar a montones de bandidos y que haría gracias que yo le enseñaría, y que yo era muy desgraciado, y volví a echarme a llorar un rato, mientras Rex se rascaba una oreja con la pata trasera, lo cual es terriblemente difícil de hacer; lo intentamos una vez en la

 

escuela y el único que lo conseguía era Majencia, que tiene las piernas muy largas.

Papá me acarició la cabeza y después me dijo que mamá tenía razón, que era peligroso traer perros a casa, que pueden estar enfermos y se ponen a mordernos y después, ¡Plaf!, todo el mundo se pone a babear y a estar rabioso, y que, algún día lo aprendería en la escuela, Pasteur inventó una medicina, es un benefactor de la humanidad y se puede curar, pero hace mucho daño. Yo le contesté a papá que Rex no estaba enfermo, que le gustaba mucho comer y que era terriblemente inteligente. Papá, entonces, miró a Rex y le rascó la cabeza, como me hace a mí a veces.

 

 

Texto número 19: Miguel de Cervantes; Don Quijote de la Mancha (año de publicación  1605)

Retrato del hidalgo Don Quijote de la Mancha (fragmento)

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho tiempo un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Consumían las tres cuartas partes de su hacienda una olla de algo más vaca que carnero, salpicón la mayoría de las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos.

Se acercaba la edad de nuestro hidalgo a los cincuenta años.  Era de complexión recia, aunque seco de carnes, enjuto de rostro, madrugador y amigo de la caza.

Este hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), los empleaba en leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Se enfrascó tanto en la lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que perdió el juicio.

Rematado ya su juicio, le pareció conveniente y necesario, para aumentar su honra, hacerse caballero andante, e irse por el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras; deshaciendo y solucionando todo género de agravios.

 

Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que llenas de orín y moho, largos siglos hacía que estaban olvidadas en un rincón. Fue luego a ver su rocín, y aunque éste era solamente piel y huesos, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca de El Cid con él se igualaban.  4 días pasó imaginando qué nombre le pondría. AL fin lo llamó Rocinante.

Puesto el nombre, tan a su gusto a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. Estuvo pensando 8 días y al cabo se llamó don Quijote de la Mancha, con el que, a su parecer, indicaba muy bien su linaje y patria.

Limpias, pues, sus armas; puesto el nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, sólo le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores era como un árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.

En un pueblo cercano había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él anduvo un tiempo enamorado, aunque como se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cuenta de ello. Se llamaba Aldonza Lorenzo. Trató de buscarle un nombre que no desdijese mucho del suyo y que sonara a princesa. Acabó por llamarla Dulcinea del Toboso, nombre, a su parecer, musical y significativo, como todos lo demás que a él y a sus cosas había puesto.

 

 

Texto número  20: Esopo, “Fábulas ” (siglo VII a.c)

Fábula de la liebre y la tortuga (Adaptación)

 

En el bosque de los tulipanes hay siempre un montón de animales; los búhos salen por la noche y por el día, los zorros juegan con las mariposas que revolotean a su alrededor. Mientras, la lagartija Feli toma el sol tan pancha en una roca.

Estaba un día la liebre Fina paseando paseando por el camino de piedras  y vio a lo lejos a la tortuga Aurora en la laguna. Fina se reía siempre de la tortuga Aurora  porque era muy lenta y, esta vez, se acercó y le dijo:

  • No lo entiendo, ¿por qué te molestas en moverte? Eres tan lenta que es mejor que te quedes donde estás.
  • Bueno – contestó la tortuga -, es verdad que soy lenta, pero siempre llego a mi destino. Si quieres, podemos echar una carrera.
  • Debes estar bromeando – dijo la liebre, pensando que no tenía ninguna oportunidad de ganar. Pero si insistes, no tengo problema en demostrar lo veloz que soy.

Entonces, la liebre y  la tortuga acordaron un día para enfrentarse.

Era una soleada  mañana de verano. Todos los animales del bosque fueron a ver la gran carrera. Feli, la lagartija, levantó el banderín y dijo:

  • Preparados, listos……!Ya!.

La carrera había comenzado. Fina la liebre salió corriendo y la tortuga Aurora se quedó atrás. Cuando la tortuga echó a andar ya ni siquiera podía ver a la liebre de lo lejos que estaba.

La liebre continuaba corriendo y mirando hacia atrás, decía:

  • ¡Vaya tortuga más lenta!¿Para qué voy a seguir corriendo?- .

Mejor descanso un rato.

Muy segura de sí misma, la liebre se tumbó bajo un árbol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir tras la carrera.

La tortuga, en cambio, siguió toda la mañana avanzando muy despacio. A medio día, pasó junto a la liebre que continuaba durmiendo a la sombra, al lado del camino. Aurora seguía su paso sin detenerse.

Finalmente, la liebre se despertó y estiró las patas. El sol ya se estaba ocultando para dar paso a la noche. Miró hacia atrás y se rio:

  • ¡Aún ni ha pasado por aquí la tortuga!

Llena de energía, se levantó y se puso de nuevo en marcha en dirección a la meta para recoger su premio. De repente, poco antes de llegar al final del recorrido, Fina alzó la vista desde la ladera y pudo ver cómo la tortuga la había adelantado. Aceleró el paso todo lo que pudo, pero ya era tarde. Aurora se deslizaba en aquel momento sobre la línea de meta.

 

¡La tortuga había ganado! La liebre pudo oír entonces los aplausos de los animales del bosque.

La liebre Fina se entristeció. Comprendió que no debía haberse burlado de la tortuga. Bajó hasta el prado donde se encontraban todos, se acercó a la tortuga y, un poco avergonzada por su comportamiento, felicitó a la campeona:

  • ¡Te lo mereces Aurora! He pensado que yo era mejor que todos en este bosque y ese orgullo me ha hecho perder, – dijo la liebre.

La tortuga le sonrió y perdonó su actitud. Desde aquel día, Fina no ha vuelto a burlarse de ningún otro animal y ahora anima a todos a intentar conseguir todo aquello que se propones. Con trabajo y  esfuerzo diario, se puede conseguir todo.

 

 

Texto número 21: John Steinbeck, “Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (año de publicación 1977, tras la muerte del autor)

Capítulo 3:  Las Bodas del Rey Arturo

 

Como los consejos de Merlín con frecuencia habían demostrado ser muy valiosos, el rey Arturo solía consultarlo tanto en asuntos de guerra y de gobierno cuanto en sus proyectos personales. Así fue como un día llamó a Merlín a su presencia y le dijo:

-Sabes que algunos de mis barones siguen obstinados en su rebeldía. Quizá convenga que yo tome esposa para asegurar la sucesión del trono.

-Es un razonamiento atinado -dijo Merlín.

-Pero no quiero elegir reina sin tu consejo.

-Gracias, mi señor -dijo Merlín-. No es prudente que alguien de tu rango no tenga esposa. ¿Hay alguna dama que te plazca más que las demás?

-Si -dijo Arturo-. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.  Es la doncella más bella y noble que he visto. ¿Y no me dijiste que una vez mi padre, el rey Uther, le dio una gran mesa redonda al rey Lodegrance?

-Es verdad -dijo Merlín-. Y por cierto que Ginebra es tan encantadora como tú dices, pero si no la amas profundamente puedo encontrar otra mujer cuya bondad y hermosura te satisfagan. Aunque si has puesto tu corazón en Ginebra, no te fijarás en ninguna que no sea ella.

-Estás en lo cierto -dijo el rey.

-Si te dijera que Ginebra es una elección infortunada, ¿cambiarías de parecer?

-No.

-Pues bien, ¿si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido y venerado…?

-No te creería.

-Claro que no -dijo Merlín con tristeza-. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno de ellos las leyes de la probabilidad son canceladas por el amor. Hasta yo, que sé con toda certeza que una muchachita tonta va a ser la causa de mi muerte, cuando la encuentre no vacilaré en seguirla. Por lo tanto, te casarás con Ginebra. No quieres mi consejo… sólo mi asentimiento.

Merlín añadió con un suspiro:-¡Muy bien, pon a mi disposición un séquito honorable y le requeriré formalmente al rey Lodegrance la mano de Ginebra!

Y Merlín, con un digno cortejo, marchó hacia Camylarde y solicitó al rey que su hija fuera la reina de Arturo.

-Que un rey tan noble, valiente y poderoso como Arturo desee a mi hija por esposa es la mejor nueva que tuve jamás -dijo Lodegrance-. Si él deseara una dote en tierras se la ofrecería, pero Arturo tiene demasiadas tierras. Le enviaré un presente que le placerá más que cualquier otra cosa: la Tabla Redonda que me dio Uther Pendragon. A ella pueden sentarse ciento cincuenta personas, y yo le mandaré cien caballeros para que lo sirvan. No puedo ofrecerle el total de ese número porque he perdido muchos hombres en las guerras.

Luego Lodegrance le trajo a Ginebra y también la Tabla Redonda, y un centenar de caballeros ricamente armados y ataviados, y el noble cortejo emprendió la marcha hacia Londres.

El rey Arturo no cabía en sí de la alegría.

-Esta hermosa dama -comentó- es más que bienvenida, pues la amé desde que la vi por primera vez. Y los cien caballeros y la Tabla Redonda me placen más que todas las riquezas.

Y Arturo desposó a Ginebra y la coronó con dignísima ceremonia, y hubo en su corte fiestas y regocijo.

Y después de la ceremonia Arturo se paró junto a la Tabla Redonda y le dijo a Merlín:

-Busca en todo el reino y encuentra cincuenta caballeros honorables, valerosos y perfectos para completar la hermandad de la Tabla Redonda.

Y Merlín registró todo el reino, pero sólo encontró veintiocho y los trajo a la corte. Luego el Arzobispo de Canterbury bendijo los asientos que circundaban la Tabla Redonda. Y Merlín les dijo a los caballeros:

-Id ante el rey Arturo y juradle sumisión y rendidle homenaje.

Cuando regresaron, cada uno de ellos descubrió su nombre inscrito en caracteres de oro sobre la mesa y frente a su asiento.

 

Texto número 22: J.K Rowling ,“ Harry Potter y la piedra filosofal”  (año de publicación 1997)

Capítulo 1: El niño que sobrevivió

 

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir  que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías.

El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen; no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.

La señora Potter era hermana de la señora  Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, era lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar.

 

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza  parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media el señor Dursley cogió su maletín, besó a su esposa en la mejilla y salió de su casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí, había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía haber sido una ilusión óptica. Meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos.

Llegando ya a la ciudad, mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa.

 

 

EL señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. !Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía ser una moda nueva. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, llegó al aparcamiento de Grunnings,  pensando nuevamente en los taladros.

El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban  una tras otra. La mayoría de aquellas personas no habían visto una lechuza ni siquiera de noche.

 

Texto número 23: Jacqueline Kelly , “La evolución de Calpurnia Tate” (año de publicación 2009)

Capítulo 1: El origen de las especies

 

Mientras que ciertos insectos nos invadían, otros pobladores habituales de nuestra propiedad, como las lombrices, desaparecieron. Mis hermanos se quejaban de la escasez de gusanos para pescar  y de lo difícil que era encontrarlos cavando en la dura y reseca tierra. Quizás os preguntéis: ¿se puede adiestrar a las lombrices? Ya os digo yo que sí. La solución me pareció obvia: los gusanos siempre salían con la lluvia y no era muy complicado hacerles creer que llovía. Me fui con un cubo de agua a una zona de sombra y lo vertí en el suelo en el mismo sitio un par de veces al día. A los cinco días, sólo tuve que presentarme allí con mi cubo y los gusanos, atraídos por mis pasos y la promesa de agua, se arrastraron a la superficie. Los recogí y los vendí a Lamar a un centavo la docena. Él  me dio la lata para que le dijera dónde los había encontrado, pero no lo hice. En cambio, a Harry sí le confesé  mi método, pues era mi favorito y a él no le ocultaba nada- bueno, casi nada.

  • Calpurnia Tate – dijo – tengo algo para ti, – Fue a su escritorio y sacó un cuaderno tamaño bolsillo de piel de color rojo. Ya verás, no lo he usado nunca. Puedes usarlo tú para apuntar tus observaciones científicas. Eres toda una naturalista en ciernes.

 

 

¿Qué era exactamente una naturalista? No estaba segura, pero decidí dedicar el resto del verano a ello. Si lo único que había que hacer era escribir lo que uno viera a su alrededor, sabría hacerlo.

Mis primeros apuntes fueron sobre perros. Debido al calor, se tumbaban tan quietos en el suelo que parecían estar muertos. Se incorporaban el tiempo necesario para beber toda su agua y se dejaban caer otra vez. Ni un disparo de escopeta habría espabilado a Ayax, el perro de caza de mi padre, así que no digamos un pisotón en frente de su hocico. Se tumbaba con la boca abierta y podías contarle los dientes. Así descubrí que el paladar de un perro está muy arqueado en su parte posterior, gaznate abajo, seguro que para facilitar el paso de una presa difícil en una sola dirección: la de la cena. Apunté eso en mi cuaderno.

Observé que la expresión facial de un perro se refleja sobre todo en el movimiento de sus cejas. Escribí: “¿Por qué tienen cejas los perros? ¿Para qué las necesitan?

Lo siguiente que apunté en la libreta fue que aquel verano teníamos dos clases diferentes de saltamontes, Teníamos esos pequeños y rápidos de siempre, de color esmeralda con motitas negras. Y había otros enormes, amarillo brillante, el doble de grandes y alargados, tan gordos que doblaban la hierba al aterrizar en ella. Nunca los había visto antes

 

 

Regresé a mi cuarto y medité sobre el misterio de los saltamontes. Tenía uno de los verdes y pequeños en un tarro sobre el tocador, y lo observé para inspirarme. Había sido incapaz de atrapar a uno amarillo, a pesar de que eran mucho más lentos.

  • ¿Por qué sois diferentes?- pregunté, pero él se negó a contestarme.

 

 

Texto número 24: Juan Luis Arsuaga;”Mi primer libro de la prehistoria (año de publicación  2008)

Diferentes, pero no tanto

 

Los humanos no estamos completamente solos en la Tierra. Ya sabemos que todos los seres vivientes, aunque sean microbios o plantas, formamos una familia, porque todos descendemos de la primera célula que apareció en nuestro planeta, hace miles de millones de años.  Ese primer ser vivo es nuestro “tatara-tatara…tatarabuelo”.

Cuando los zoólogos hacen sus clasificaciones de los animales juntan entre sí a las especies que se parecen más. Cada una de esas categorías tienen un antepasado común, su propio “bisabuelo”, “abuelo” o “padre”.

En los tratados de Zoología los humanos no formamos un grupo aparte con una sola especie, la nuestra: Homo Sapiens. Al contrario, estamos agrupados con montones de otras especies en el gran conjunto de los monos. Los primates, como se llama en Biología a los monos, son una de las grandes ramas de los mamíferos. Los murciélagos, ballenas, caballos, búfalos, elefantes, leones, ratones, erizos, conejos, armadillos, canguros, etc., son otros tipos de mamíferos.

Dentro de los monos, algunos son parecidos a nosotros, incluso muy semejantes, tanto que nos hacen reír con su comportamiento, sus muecas y sus gestos, que parecen de personas. Esos monos

 

tan interesantes tienen un buen tamaño y viven en las selvas de África y Asia. Son los chimpancés, los gorilas y los orangutanes. Los grandes monos están en peligro de extinción, porque las selvas de la Tierra están siendo destruidas a gran velocidad. SI seguimos así, pronto habremos exterminado a nuestros parientes más cercanos, a nuestros hermanos y primos carnales.

 

 

Habilidades

Publicado el

20 marzo, 2020

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